38 años después de la tragedia del miércoles 13 de noviembre de 1985, las heridas cicatrizan muy lentamente, del “dolor en el alma” se ha venido encargando el autoreconocimiento y su valentía, porque es falso que “el tiempo lo cura todo”, pero en las fechas de aniversario la tribulación se apodera de los sobrevivientes y visitantes del camposanto de Armero (Colombia) donde 26.000 historias de vida fueron arrasadas por la furia del cráter Arenas y la indolencia oficial.
Y es que está historia tiene el agravante de que no aprendimos la triste lección porque no se ha hecho lo suficiente para proteger y atender adecuadamente a la población que vive intimidada por el impredecible y devastador fenómeno que mantiene al acecho en la altiva e irónica belleza del Nevado del Ruiz.
Año tras año, en noviembre 13, miles de colombianos llegan hasta Armero a rendir homenaje a los seres que perdieron allí, miles descansan en paz, pero quizás, muchos otros siguen con vida; porque la diáspora de la tragedia infernal les marcó otro destino lejos de su hogar.
En esta peregrinación se evoca con nostalgia los años de gloria de la “ciudad blanca” y los detalles de ese emporio algodonero que en épocas de cosecha unía a colombianos de diversas latitudes, especialmente de la costa Caribe.
Retornan a la memoria la Armero del esplendor cultural, de las danzas de Inés Rojas Luna, del maestro Misael Devia, de Edgar Ephren Torres y su museo Carlos Darwin, del ferrocarril, de su alcalde Ramón Rodríguez, de la cita con la vuelta a Colombia, de la Armero que sin egoísmo alguno, fue el alma del norte del Tolima y el corazón de Colombia.
Y cada vez que se habla de Armero la mente nos ubica en esas imágenes de Evaristo Canete, periodista de la televisión española, quien acompañó a Omayra en sus más de 50 horas de agonía y la convirtió en el símbolo de la tragedia más dolorosa del pueblo colombiano.
Durante esas 50 horas, la niña de tan solo 13 añitos, le dejó al mundo la más bella enseñanza de lo que debe ser el comportamiento integral del ser humano, cargado de generosidad y amor.
En 1595 y 1845 este volcán hizo erupción y causó muchas muertes y daños. La tragedia de 1985, afectó 17 municipios del Tolima y Caldas y le costó al país el 2,05 % del PIB de esa época; señala un estudio conjunto de organismos nacionales e internacionales.
38 años después, con el dolor latente de los 26.000 desaparecidos de 1985, de esa tragedia que presentó claras evidencias y que se pudo evitar, como ocurre en la actualidad, es hora que los estamentos gubernamentales, de todos los niveles, asuman con seriedad y responsabilidad su compromiso con la vida, con el pueblo, que no nos sorprenda otra vez la desgracia sabiendo que se puede prevenir. Se requieren más acciones, dotaciones e infraestructura que simulacros.
Por: Miguel Salavarrieta Marín.