Luis Carlos

El verano

Vengo a decirles compañeros míos llegó el verano, llegó el verano.
Luego verán los árboles llorando viendo rodar sus vestidos”.
(Leandro Díaz)

La imagen de la grisácea nieve en la tierra fría ha desaparecido por completo. Atrás quedó el mal sueño de un frío que se cuela en los huesos y en el cerebro y hace que una gran mayoría de recién llegados se crean el cuento de ser canadienses de segunda mano con ínfulas de estrellas de televisión o empresarios tiburoncines que todo lo pueden, que todo lo hacen, que todo lo manipulan, aunque ni siquiera se esfuercen por cambiar sus malas mañas de tierra caliente.

Entre tanto, más tímido que decidido, sale el sol anunciando que llega el verano, el verano en donde los árboles no van a llorar como lo hacían y lo hacen los corpulentos veraneros del maestro Díaz.

Así es, aquí los vestidos de los árboles no ruedan con el verano, ruedan con el menos cero que corrompe la actitud de quienes juegan a ser los dioses caritativos del dólar, porque allá, en las tierras azotadas por el sol, el billete verde rinde más, como rinden los aplausos y las dádivas para todo aquel que se las quiera dar de buen samaritano.

Llegó el verano señoras y señores y en estas tierras del norte, de estadísticas amañadas en donde la calidad de vida se traduce en no duerma, compre y pague, los levantados se preparan para poner su mejor pose cuando el lente haga clic. Los levantados de segunda mano se preparan para aparentar en sus fotos su vida feliz.

Sí señores y señoras, sí señoras y señores y en el sentido contrario, llegó el verano y es mejor que preparen su tarjeta de crédito y que vayan separando las entradas de todos esos maravillosos lugares que no son más que la repetición de la repetidera, porque, aquí no es allá, no, aquí toca ir un paso adelante si se quiere sombrear.

Pero ya nada más importa que la llegada de ese verano que hace que a muchos personajes se les olviden sus raíces, sus costumbres, su tierra, pero, por increíble que parezca, no puede hacer que se les olviden sus malas mañas.

Es curioso porque yo los he visto en su Alzheimer por conveniencia que no les permite recordar aquellos días cuando caminaban a pie limpio sintiendo la ardiente polvareda entre sus dedos y comían en cacerola los huevos que ahora fríen en oliva y sirven en porcelana de la mejor calidad y de la que les hace juego con los muebles de la sala.

¡Huy, qué peligro! Como gritase el cantor. Por eso yo prefiero el verano de mi tierra y hasta el invierno, porque me da la impresión que las estaciones y el sistema de este lugar les corroe los sesos a los que hoy por hoy creen que aquí nacieron y que su sangre es azul y fría.

¡Cuánta risa me dan los antiguos lombricientos! Los mismos que comían guayabas por el camino; me refiero a los que se robaban los mamoncillos de los árboles y ahora, bueno, ahora los ve uno atiborrados en un Tim Hortons, un McDonald porque para eso vinieron, para triunfar, aunque se les olvida todo a su conveniencia.

Por eso es que las historias del norte, en el verano, no son ni la mitad de lo que son en mis tierras de ensueño; las mismas tierras donde los corazones quedan tristes, pero, enamorados. Tierra bendita en donde el sudor escurre por las entrepiernas acaloradas que sienten la pasión ardiente de estar vivos sin que importe no ganar en dólares o tener que ir a cargar el agua de la quebrada.

Sin embargo, no puedo decir que el verano del norte no aporte nada, no; por el contrario, siempre llega con un aprendizaje bajo la manga, ya que, sin que se lo pidamos, nos deja ver claramente quién es quién y eso, en un lugar en donde la hipocresía reina como reina el consumo, eso, en verdad, es mucho pedir.

Por: Luis Carlos Rojas García, escritor.

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