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Petristas y uribistas: la nueva guerra civil sin machetes

Sé que algunos dirán que en este país la violencia nunca se ha ido, y es verdad. Sin embargo, ha cambiado de forma, de rostro y de excusa. En los años 80 y 90 fue el terror del narcoterrorismo el que mantenía a la ciudadanía en vilo, con miedo de salir a la calle.

Si retrocedemos apenas tres décadas más, la historia nos ubica en una época igual de oscura. Tras el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán, en 1948, liberales y conservadores se mataban entre sí con una crueldad que aún estremece. Las cifras oficiales hablan de unos 200 mil muertos, pero los historiadores coinciden en que fueron muchos más. Entre 1948 y 1958, más de dos millones de colombianos fueron desplazados de sus tierras, y el campo se tiñó de rojo por culpa del fanatismo político.

Era común escuchar a las abuelas decir que les tocó huir espantadas de sus fincas por haber votado “por el color equivocado”. Mi padre, por ejemplo, y su familia fueron víctimas de aquella violencia: siendo apenas un niño, le tocó ver personas degolladas. Son imágenes que jamás se borraron de su memoria.

Los chulavitas fueron los paramilitares de la época, al servicio del Partido Conservador. Actuaban como una policía secreta y asesinaron a miles de liberales. Las guerrillas liberales respondieron con la misma moneda, y también aportaron al baño de sangre matando a todo aquel que se identificara como “godo”. Colombia era un país dividido por el odio, por la ideología, por los discursos encendidos de sus dirigentes.

Setenta y cinco años después, el país parece haber dado una vuelta completa. Los odios cambiaron de nombre, pero no de esencia. Hoy la guerra no es entre liberales y conservadores, sino entre petristas y uribistas. No hay matices, no hay grises: solo bandos dispuestos a aniquilar moralmente al otro.

La diferencia es que ahora los campos de batalla no están en las zonas rurales, sino en las redes sociales. El machete fue reemplazado por el tuit, la piedra por el meme, y la humillación pública se volvió deporte nacional. El odio desenfrenado hacia quien piensa distinto ha escalado a niveles que producen miedo por el desenlace que pueda tener.

Lo que más preocupa es que esa hostilidad digital ya empezó a filtrarse a las calles, promovida por los líderes de ambos bandos. Basta escuchar sus discursos para notar la carga emocional y radical: la invitación de cada lado parece ser “vida o muerte, luz u oscuridad, salvar o destruir”. La sensatez se volvió sospechosa, y el que pide diálogo es tachado de tibio o traidor.

Entre 1993 y 1994, la Radio Televisión Libre de las Mil Colinas (RTLM) en Ruanda jugó un papel determinante en el genocidio que costó la vida a más de 800 mil personas. Bastaron palabras y propaganda para incendiar una nación. Algo similar ocurrió en Colombia durante la época de la Violencia, cuando los medios se dividieron entre azules y rojos y amplificaron el resentimiento.

En 2025, la historia se repite con nuevos actores: medios tradicionales, líderes políticos, influenciadores y bodegueros difunden noticias falsas, miedos irracionales y verdades a medias. Cada quien habla desde su trinchera, sin importar el costo social.

Hoy no se queman pueblos ni se degüellan vecinos por portar el color equivocado, pero el odio digital destruye reputaciones, divide familias y envenena conversaciones. La pólvora es la palabra, y el machete es el algoritmo.

El informe ¡Basta Ya! del Centro Nacional de Memoria Histórica advertía que el combustible de nuestras guerras ha sido siempre el mismo: la intolerancia. Y parece que no aprendimos nada. Diría mi abuela Rosa, con sabiduría campesina: “Que Dios nos coja confesados”.

Por: Andrés Leonardo Cabrera Godoy

Editor General.

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