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Un homenaje póstumo a mi hija perruna, escrito con lágrimas

Sé que para algunas personas una mascota, es una compañía de segunda categoría. Es un complemento más de la casa, quizás con un poco más de valor sentimental que un televisor pero muy lejos del sitial que ocupa lo de vital importancia en nuestra existencia. Algunos hasta consideran que si son de raza valen más, obviamente no se puede pedir mucho del que piensa de esa manera.

Por fortuna, cada día hay más seres humanos, que como en mi caso, sienten a una mascota como un miembro más de la familia. Hago parte de ese porcentaje que aman a los animales, los respeta, los cuida y los defiende bajo sus posibilidades. Es por eso, que al hablar de “Mi Lunita», es imposible no llorar y no conmoverse tratándose de mi hija perruna quien que me acompañó por cerca de 13 años.

Luna llegó a mi vida en diciembre del año 2006. Nació un mes antes, creo que el ocho de noviembre. Fue un regalo que le hizo un tío a mi exesposa, pero la vida se encargó de dirigir la vida de este hermoso ser hacia mí. Creo que la química entre Luna y yo fue inmediata, recíproca y eterna.

Después del dolor de una separación y de tener que vivir la ausencia de mi amado hijo, Luna se convirtió en mi fiel compañera. Además, curiosamente fue lo único que me quedó de la liquidación de esa sociedad conyugal. Realmente, fui muy afortunado porque ese ser vivo no sólo fue mi mejor compañía sino a la vez mi gran consuelo. Fue testigo de muchas lágrimas y sus lametazos fueron un bálsamo para mi alma desconsolada.

La felicidad fue completa cuando en mi vida tocó a las puertas un nuevo amor. Me casé y de ahí fuimos cuatro por varios años. Mi esposa Nathalia, mi hija Sara (tenía cinco añitos cuando la conocí) y mi Luna. Fueron innumerables los momentos de felicidad: navidades, cumpleaños, viajes, etc. En una de cada cinco fotos importantes de los últimos años ahí está mi hermosa Loreine
(así le decía mi esposa). Mi madre y mi hermano Óscar, también la quisieron mucho y ella les correspondía absolutamente.

 

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Imágenes: suministradas.

La verdad fueron tantas las alegrías que quizás no me percaté del paso inclemente de los años. Creo que llegué a pensar ingenuamente que Lunita sería eterna. De hecho tuvo más vidas que cualquier gato. Se rajó la cabeza de lado a lado con un vidrio, saltó al Magdalena y pese a la corriente la rescatamos. Se soltó de la correa y cruzó la avenida Guabinal corriendo en una hora pico (todavía veo los carros que le pasaron por el lado). Se intoxicó tres veces, se nos perdió en dos ocasiones, etc. En fin, siempre nos dio todo el amor del mundo pero jamás hizo caso. Creo que por eso fue perfecta y auténtica.

Cuando le llegó el cáncer, cerca de cumplir sus 13 años, pensé que era una mentira. Creo que hice lo que más pude. La operé, estuvo en varios tratamientos, compré los medicamentos que me aconsejaron, lloré, oré y lloré más. Nada fue posible para contrarrestar esa terrible enfermedad. Como vivió para comer y era una de las formas en que más la consentía, procuré darle las comidas que más le gustaban en sus últimos días. Lo más doloroso fue cuando ni siquiera sus platillos favoritos le apetecían. También, cuando ya no amaba salir de paseo conmigo y solo quería estar acostada con su cara de tristeza. Aún así siempre me mostró hasta el último segundo cuánto amaba mi compañía y la de todos los de la casa.

Llegó el durísimo momento en que los medicamentos para el dolor ya no surtieron efecto y nos tocó asumir la decisión más difícil. Ella con sus ojos me mostró que ya era la hora y yo que me negué mil veces a afrontar esa realidad, al final me tocó aceptarla. Eso sí, ella se durmió en el mueble de la sala, acostada en su cobija favorita y rodeada del amor de todos los tres. De eso han pasado dos años y siento como si hubiera sido ayer. De hecho, aún la veo por todos los rincones del apartamento y sueño con volver a jugar con ella, con consentirla como tanto le gustaba. Luna me dio la lección de la vida al entender que sólo tenemos el ahora y por eso se debe aprovechar cada segundo.

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No me interesan ni los aplausos, ni las ovaciones, ni las falsas palmaditas en la espalda. La prelación la tiene mi familia, los amigos y todo aquel al que le guste disfrutar de mi compañía y de una buena tertulia. Asimismo, disfruto de la alegría de tener tres hermosas gatitas que hacen más cálido nuestro hogar. Aunque para mí mi Lunita es irremplazable, en algún momento estaré preparado para adoptar un canino (un criollito me encantaría) y poder brindarle un amoroso entorno.

La verdad nadie tiene la certeza de qué hay después de la muerte. Eso sí los que creemos en Dios tenemos la fe y la esperanza de reencontrarnos con nuestros seres amados que ya se han ido en otra dimensión o en una Tierra diferente (quién lo sabe). Sería una alegría indescriptible volver a ver a mis abuelos, a mis tías, a los seres queridos y a los grandes amigos que se nos adelantaron. No hay palabras para definir la felicidad de esa imaginaria experiencia.

Lo único que me resta por decir es que en mi perfecta concepción de lo que es el Paraíso, además de estar mis seres queridos, también están mis gaticos: Marcos y Lucas. Obviamente, en mis ideales oníricos siempre me veo corriendo al encuentro con Mi Lunita preciosa. Le veo su rostro resplandeciente de alegría con la misma tez que me mostraba cada vez que llegaba a casa. Es por eso que aunque ya no está conmigo, su huella quedó tatuada para siempre en mi corazón.

Por: Andrés Leonardo Cabrera Godoy

Comunicador Social y Esp. en Educación, cultura y política.

Docente

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