Una vaca que pasta en los últimos vestigios de verde hierba citadina entraña todo un mensaje de nostalgia y destrucción.
Captado el rumiante en plena labor digestiva en los pastizales, que otrora crecían verdes y exuberantes en la carrera Sexta, contiguo al barrio Limonar, cercanos al tanque del Ibal de Piedrapintada.
Especies arrinconadas y exiliadas: pájaros, serpientes y comadrejas, hoy deben dar paso a torres de apartamentos que se alzan como una metáfora fálica al anhelo de constructores que compiten por alzar el edificio más alto, y llenarse las alforjas en el intento.
Transformado el paisaje, echamos a menos los árboles con los que crecimos, los que nos daban la sombra y el clima templado de la Ibagué de otros años y que hoy solo existen en la memoria, en el recuerdo, en el sepia de las fotos de antaño que se consumen en marcos y álbumes familiares.
Sucede cada tanto con grandes proyectos de envergadura y nunca vemos dónde se compensó la naturaleza arrasada para dar paso a centros comerciales, edificios y moles de concreto. 1.083 árboles tumbaron en las fallidas obras del Parque Deportivo y tras varios años de la debacle, ni los escenarios ni los árboles se repusieron. Allí también hubo un ecocidio con la fauna circundante del lugar.
La imagen también muestra la contradicción entre la Colombia rural y la agraria, que se funde en ambas: un campo que quiere modernizarse, o una ciudad que quiere volver al agro, a la finca de los abuelos, donde sembrar unas matas, hacer el sancocho dominguero o guindar la hamaca de la siesta, para escapar del ruido y de la constante aspiración de humo de gasolina y diésel en la selva de cemento.
Una Colombia que se avergüenza de la otra, y que no cabe en el mentiroso limbo sin edad, curtido de botox y cirugías, vendido mil veces sin cesar por la publicidad, las revistas del corazón o la televisión.
Es el anhelo también de un campesino empotrado en la ciudad, que añora su terruño y que piensa paliar la crisis con la vaca que le dará leche, carne, o unos pesos, llegado el momento de necesidad.
Es el mismo campesino pisoteado, ninguneado, al que siempre se puede gravar con nuevos impuestos, préstamos, plusvalías, y al que se puede robar cada tanto con los intermediarios que lo llevarán a pérdida en cada cosecha o comprándole por unas monedas la tierra para agregar más hectáreas al latifundio o poner allí a producir palma africana, ganadería intensiva, minería a gran escala, o turismo de masas que transformen el paisaje.
Ese campesino – citadino, refleja la esperanza de mejores tiempos, de un mejor futuro para los suyos, que se avizora lejano y sombrío:
“Pero ese hombre existió
Trazó los surcos sobre el arado
Bajo un cielo nublado de otoño que amenazaba tormenta
Trazó los surcos movido por la esperanza…”, Albert Schweitzer
Placentero y oportuno, mas recordandonos al medico evangelico (cristiano protestante) y gran humanista.