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Piedad con una ludópata

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Imágenes de referencia.

Crónica de una ibaguereña consumida por las apuestas y que dilapidó su fortuna familiar en toda clase de juegos de azar.

El hombre que dijo más vale tener suerte que talento, conocía la esencia de la vida”, Woody Allen, Match Point.

A uno le parece gracioso el juego, y hasta simpático, cuando en el cine George Clooney despluma a la casa en Ocean’s eleven, en la primera y tercera entrega de la saga; o Demmi Moore besando los dados de la suerte en Propuesta Indecente; o cuando juegan al póker y al bacará de manera sofisticada en las películas de James Bond. Pero al reverso de la moneda, el sistema arruina a seres humanos y los despluma, y al escupirlos sin ningún miramiento, los  convierte en verdadera escoria.

Conocí a Piedad, ya olvidé su apellido, y ella tampoco quiere que lo consigne, en una noche de copas en Ibagué. Cuando me la presentaron y supo que me dedicaba al periodismo, accedió a contarme su historia para que sirviera de ejemplo a otros. Sin duda el alcohol la hizo entrar en confianza y alivianó su mente para explorar en busca de sus dolorosos recuerdos.

Según ella, empezó a jugar luego de la depresión que la afectó por la separación con su esposo: “al principio, comencé yendo a los bingos, jugaba dos o tres días a la semana. Luego se me convirtió en una actividad de todos los días. También empecé a tomar y como amuleto, cuando bebía ganaba, entonces sobria siempre pensaba que no iba a ganar”.

Piedad dice que con el tiempo diversificaba su portafolio de apuestas: chance, Baloto, loterías, ruleta, y maquinitas, a las que califica como “un verdadero basuco electrónico”. Lo compruebo, pues mientras estamos hablando y las cervezas van y vienen, entra en el local donde nos encontramos, un vendedor de chance con un aparato electrónico, con lo que a Piedad le brillan los ojos, y me convence para que le regale mil pesos  y así apostar. Lo hago, y también se las arregla para que yo realce otro chance, con un número con el que obviamente al otro día no iba a ganar nada. Nunca he puesto mi fe en las apuestas e ignoro si a mi acompañante sí le sonrío esta vez la suerte.

La irrupción de ese inesperado mercachifle, en sitios o situaciones donde uno no se lo espera, me pone a pensar en lo indefensos que estamos ante el bombardeo de estas empresas para que tiremos nuestro dinero en sus dudosos fondos. En la televisión se anuncian comerciales de Baloto y loterías en horario familiar, y ahora hasta para hacer una recarga de celular o un giro, hay que ingresar a un local donde por descarte algún incauto terminará apostando. Me contaba un taxista, que la empresa Seapto, única en el mercado local, se da el lujo de rechazar apuestas reiteradas de personas cuando a algún avivato (de moda en las emisoras con programas de numerología) se le da por ‘adivinar’ la cifra en la que caerá el chance. “Eso no pasaría en Bogotá, donde hay decenas de empresas”, dice con rabia el conductor, que seguramente ha tratado de apostar, encandilado por ese tipo de publicidad mezquina que se filtra en nuestros medios de comunicación.

Estos emporios del juego no solo tiranizan a sus clientes, también han mutado en censurables prácticas. Una prima mía, trabajaba hace muchos años vendiendo chance, cuando los talonarios eran pequeños legajos de papel cosidos con un gancho, que se instalaban con sus dependientes en cajones de madera en las calles. Ella refiere que la empresa local los empezó a perseguir, exigiéndoles cuotas de venta más altas, exiguas comisiones, afiliaciones a seguridad social y a impuestos, y hasta los obligaban a vender boletas de dudosas rifas.

Ganar es perder un poco

Perder en el juego, es igual de perjudicial a ganar”, lo dice la protagonista de esta historia y yo lo analizo en el sentido, de que aunque gane, volverá a ‘reinvertir’ sus ganancias para apostar más. Lo mismo si pierde o se aproxime a ganar, pues ello la empecinará más en tratar de vencer a la banca.

Piedad, refiere las veces en las que ha estado a punto de coronar, o como se diría “pegarle al palo” o el “casi”, tan de moda en nuestro medio: “un día estaba mirando los billetes que un lotero me ofrecía, y llegó un cucho y me rapó la fracción. A los poquitos días, supe que el tipo se había ganado el premio mayor de la lotería, y le dio un millón de pesos al lotero para que no me dijera nada, pero yo sí llegué a enterarme”. La mujer, se duele de la forma en que perdió millones en el chance “me subí a un taxi y el conductor me dijo que jugara durante una semana un número, que de fijo salía. Lo hice todos los días, pero una noche, no pude salir a sellar porque no tenía con quién dejar a mi niño, que estaba pequeño. Esa noche el número sí cayó”. Me pregunto sobre esta tendencia de auto compadecernos, de hacernos pajazos mentales, y de creer en oropeles que a veces padecemos los colombianos: hace veinte años teníamos una selección de fútbol que iba a ganar el campeonato del mundo; cantamos el segundo mejor himno del planeta; en Bogotá se habla el mejor español del orbe, Ibagué es la ciudad musical de América…

El diccionario de la RAE, define la ludopatía como la “adicción patológica a los juegos electrónicos o de azar”, pero en el sistema de salud de Colombia, no es considerada una enfermedad, aunque sí un vicio. Según el portal de Internet las2orillas, “para Robinson Montoya, psicólogo de la Fundación Colombiana de Juego Patológico, la ludopatía es un trastorno mental y de comportamiento que genera pérdida de control sobre la frecuencia de juego, la cantidad de dinero y tiempo invertidos’. Por ello la ludopatía es reconocida por la Organización Mundial de la Salud. Según él, en Colombia ni siquiera existe investigación sobre la ludopatía. Se tiene una idea aproximada de que el 2,5% de los colombianos son ludópatas, pero cree que la cifra es mucho más grande”.

Uno diría que la sola prohibición a menores de edad, de ingreso a los establecimientos de juego, o a las páginas web relacionadas, no bastaría.  Hace falta una legislación más severa o campañas de concientización más vehementes que informen sobre los riesgos de caer en la ludopatía. Hace poco, de paso por Isla Margarita en Venezuela, noté que a la entrada de bingos y casinos, sendos carteles advierten en letra bastante grande sobre los peligros de la adicción al juego.

Otros podrían argüir la filosofía de tecnócratas y economistas, en el sentido que se trata de “la redistribución de ingreso”. De quitarle a unos para darle a otros. La retórica oficial dice que los impuestos al juego, al igual que los de la venta de licor, se transfieren a la salud. Tan solo en esta región, y según cifras de la Lotería del Tolima, las ventas del chance anuales ascienden a 41 mil millones de pesos, y las transferencias se calculan en cinco mil millones de pesos, con corte al año anterior.

 

Casino

La herencia a la basura

Piedad me cuenta que su padre, un próspero caficultor y ganadero, amasó fortuna y les dejó a ella y a sus hermanas, una considerable dote, que ella malgastó en su vicio. Dice que por su adicción ha llegado a tocar fondo, como cuando se queda sin lo del pasaje y debe llegar a su casa a pie o casi mendigar “una vez tuve que pedirle a Amalia, una amiga que también juega, dos mil pesos para el bus, y me los negó. Otro día, que del bingo salí sin cinco, cogí el taxi y le pedí el favor a los de la casa que me lo pagaran. Les dije que me habían robado el bolso, pero lo que hice fue esconderlo”.

Esta ludópata ibaguereña, recuerda bien lo que ocurrió días después: “mis sobrinos y mis hermanas, para motivarme, me hicieron una recolecta y me juntaron 350 mil pesos. Como era puente, yo les dije que les iba a hacer el almuerzo, que iba a ir a Multicentro a comprar las cosas. ¿Si ha visto que a la entrada hay un casino? Yo entré y jugué en una de las máquinas, dije ‘le echo cien a ver cómo me va’. Luego los otros cien, y los otros, y cuando me di cuenta, me había quedado sin plata. Ahí, sentí que se me vino el mundo encima, me asfixiaba, me dolía todo. Volví a decir en la casa una mentira: que en el camino había botado la plata”.

Piedad, dice que desde ese día no juega, y que llorando en su habitación se arrodilló, pidiéndole perdón a su padre fallecido, y al que cree habitando en un plano de la ‘realidad’, diferente del que ella se encuentra. Tolstoi jugaba, Dostoyevski igual. Edgar Allan Poe, jugaba y bebía, pero en algún momento, debieron comprender que no podían dejarle todo a la suerte y que al tomar la azarosa resolución de la literatura, le apostaban a la brillantez de su genio, para lograr la inmortalidad con su pluma, aún a costa de su propia desgracia.

No sé si Piedad logre trascender más allá de su propia existencia. Lo que sí saco en claro, de lo poco que logré conocerla, es que inventa un universo propio de endebles argumentos para justificar sus debilidades, sus compulsiones. Quizá sea también una hedonista, a la que le da placer la incertidumbre de saber si ganará el gran acumulado. Hace poco, pasé frente a un local de apuestas del Centro y la vi concentrada dejando su dinero en una máquina. Me detuve por un momento y recordé la promesa que le había hecho a su padre, y cuando me lo contó a mí, con el licor corriendo por sus venas, en un local de música estridente del Centro de Ibagué. Oportuno resulta ahora ese magistral verso de Gómez Jattin, dedicado a los habitantes de su natal Cereté “…que saben con una botella de ron blanco, entre pecho y espalda, prometer esta vida y la otra”.

Sin duda, el papá de Piedad seguirá penando en un improbable purgatorio y sin encontrar el descanso eterno, pues su hija se niega a dejar de ser la bola de la ruleta, una carta marcada, un as bajo la manga, o una balota que nunca se sabe dónde caerá.

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