Hubo un tiempo en donde escribía todo tipo de cartas y mensajes para cualquier cantidad de personas que, erróneamente, pensaba que eran mis amigos, mi familia. En cada fecha, en cada ocasión de mi morada salían todo tipo de sentimientos de cariño, de admiración, de aprecio y un amor infinito que rayaba en lo absurdo.
Eran tiempos en donde los correos se llenaban de palabras motivadoras, de energías que se mezclaban con el universo para que todo marchara bien en la vida que quienes los recibían.
Hubo un tiempo en donde, de manera desmedida, pensaba más en el bienestar de los otros que en el mío propio y procuraba que tantas y tantas personas se sintieran bien, amadas, queridas, admiradas, reconocidas en un mundo en donde la inferencia, el desprecio, la apatía y otras malas mañas nos opacan y oprimen nuestro existir.
No olvido esos días, sobre todo en Navidad, cuando dedicaba horas y horas a empacar regalos, a gastar hasta lo que no tenía con tal de darle un detalle al uno y al otro. Sí, no lo olvido, las muchas veces que, bajo la lluvia, en medio de la oscuridad e inclusive, bajo las espantosas tormentas de nieve, me descubría yo golpeando a las puertas, con una sonrisa de oreja a oreja, en ocasiones hasta sin pasar del umbral, solo para entregar un obsequio.
¡Vaya que abusaba de mí mismo! Aunque al leer parezca un chiste, pero, es la verdad. Mi ignorancia era tan grande que no me daba cuenta que lo único que buscaba era agradar a los demás; por eso los regalos, los mensajes, las llamadas, los correos, los deseos bonitos y todo ese derroche de bondad absurda que no me dejaba ver una cruda verdad: “No está bien dar de más”.
Entonces, un día, precisamente para una Navidad, una idea comenzó a taladrar mi mente: “¿Y qué pasaría si me detengo?”.
Por supuesto, no era fácil pensar en cerrar el teléfono, no regalar nada a nadie, no escribirle nada a nadie; no, no era fácil si quiera contemplar la idea de pensar en mí antes que en los demás. Me había vuelto, sin darme cuenta, en una suerte de adicto a la dadivosidad.
Sin embargo, y aunque ya me había dado cuenta de la falta de correspondencia a mis actos y pese a mi resistencia, lo hice… sí, detuve la rueda, cerré mi teléfono, el buzón, todo; dejé quieta mis cuentas de bancos, no encendí el automóvil, no me moví de mi casa y, cuando dejé de hacerlo, pude darme cuenta que no pasaba nada, nadie llamó, nadie respondió, nadie tocó a mi puerta, mucho menos a mi ventana; nadie escribió, nadie, absolutamente nadie.
Entonces, lo comprendí, en la vida y en cualquier tipo de relación todo debe ser reciproco, no puedes ir por el mundo entregándolo todo con la consigna errada de que hay que dar sin esperar nada a cambio porque cuando haces esa clase de cosas solo te lastimas y te desgastas.
Sin contar, por supuesto, que muchas personas se acostumbran a recibir y siempre van a querer más y más.
Como sea, cuando dejé de hacerlo me sentí libre y caminé más despacio, sin prisa, sin esperar nada y, sobre todo, sin pretender agradar a los demás.
Por: Luis Carlos Rojas García, escritor.