Lo que no tiene nombre

Piedad Bonnett
Piedad Bonnett

Piedad Bonnett nos regala en su último libro, un conmovedor testimonio de amor, pero también de realismo contenido por el suicidio de su hijo.

Daniel Segura Bonnett, de veintiocho años de edad, era toda una promesa de las bellas artes. Había viajado a Nueva York a realizar una maestría, pero un cuadro de esquizofrenia que padecía lo hizo saltar al vacío desde un sexto piso.

A partir de la tragedia, la laureada poeta y novelista, emprende un viaje para tratar de entender el por qué de la súbita pérdida, llevándonos por los vericuetos de su fuero interno que terminan por volverse nuestros, al  entrañar las más elementales preguntas del ser humano: ¿hay vida después de la muerte?, ¿por qué alguien decide matarse teniéndolo todo?, ¿podemos refugiarnos en Dios o en las religiones?

De una manera contenida, sin caer en patetismos de lágrima fácil, Piedad aborda el cúmulo de situaciones que conducen a la pérdida de Daniel. Quizá una predisposición genética, quizá la prescripción de un medicamento experimental contra el acné disparan en el pintor y artista un desorden de su psiquis que no pueden entender ni tratar los más competentes especialistas de Colombia o Estados Unidos. Causa ironía leer el diagnóstico de psicólogos y psiquiatras que recomiendan enviar al paciente lejos de sus padres donde termina matándose; o el de la ‘doctora’ que certifica que Daniel está “manipulando a sus padres”, cuando en verdad requiere tratamiento urgente. Es la más palpable evidencia  de que hay fenómenos que nuestras frágiles mentes no pueden entender, al exterior, ni mucho menos al interior de nosotros mismos.

El primer sentimiento que nos embarga ante algo inexplicable es la negación, y tratamos de extenderla hacia fenómenos como el suicidio. Una sociedad, de hace pocos años, lo consideraba tabú y negaba el entierro en campo santo a quien moría por mano propia, como ocurrió con el poeta José Asunción Silva. Lo mismo sucede con la muerte de Daniel Segura. Algunos familiares de Piedad Bonett encubren como un accidente la muerte, a un allegado de mayor edad, lo que la autora se encarga de clarificar. Colegas escritores le envían mails donde no se refieren al hecho sino como “lo que ocurrió”. El esposo de Piedad, decide borrar la voz de Daniel que daba la bienvenida a los mensajes de la contestadora familiar “porque la gente se aterraba”. Es decir, seguimos presos de los convencionalismos, negándonos la oportunidad de sentir, de llorar, solo para que no nos vean o para que se considere políticamente correcto.

En el mismo sentido, no consuelan las frases de cajón, los lugares comunes de “lo siento mucho” o “acompañándola en su pena”, ni las misas que mandan a decir los católicos del clan, donde la abrazan decenas de desconocidos que la hacen reaccionar “como un animal atacado”. “Pienso en la patética decadencia de la Iglesia, en el triste despojamiento de sus ritos, en la pobreza cada vez mayor de sus símbolos”, anota la autora de Lo que no tiene nombre.

El funeral, es íntimo, silencioso y triste, interrumpido varias veces por la llamada de una periodista que quiere una entrevista y no entiende razones pese a que la madre le explica una y otra vez que acaba de perder a su único hijo varón de una manera miserable. Es cuando se llega a comprender el descarnado oficio que nos ha tocado a todos los periodistas ejercer en un momento dado, de tener que sacar palabras a alguien que acaba de sufrir una pérdida, para saciar el morbo de las audiencias y porque tu director o editor te ha convencido que cuando “la gente se echa una lloradita”, es bueno para el rating y se acrecienta la ‘importancia’ del informativo en el que trabajas. Llega un momento en que dejas de hacerlo porque te sientes como un buitre o un gallinazo, y porque sientes que “un gato te escarba en las entrañas”, como apuntara Germán Santamaría, viendo agonizar a Omaira en Armero y tener que redactar los  informes de la tragedia para El Tiempo.

No nos sirven los rezos, las letanías o los responsos para realizar el duelo. ¿Qué hacer entonces? Es cuando la literatura demuestra que puede iluminar aún los más oscuros rincones del alma, aún cuando estamos paralizados, mutilados por el dolor. Convertir la tragedia en poesía, no para recreo de las masas ávidas de divertimento fútil, sino por la esencia misma de la escritura: “escribir abre las heridas, pero también las cauteriza”, cita Piedad a Javier Marías.

Como epílogo, la madre que busca algo más que ya no puede tener. Abrazar a su hijo en la distancia, eternizarlo, cuando ya no le sirven de consuelo ni las fotografías familiares. Hurga en sus pinturas y grabados y mantiene el recuerdo del que se ha ido en las redes sociales o en un blog que decide abrirle: “otros levantan monumentos, graban lápidas. Yo he vuelto a parirte, con el mismo dolor, para que vivas un poco más, para que no desaparezcas de la memoria. Y lo he hecho con palabras, porque ellas, son móviles, que hablan siempre de manera distinta, no petrifican, no hacen las veces de tumba. Son la poca sangre que puedo darte, que puedo darme”.

Por: Alexander Correa C., codirector www.alaluzpublica.com, autor,

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