Cada mes de agosto Ana Magdalena Bach, armada con un ramo de gladiolos, visita la tumba de su madre en un cementerio de pobres en alguna isla del caribe.
Luego de balbucearle naderías de su estéril existencia ocurrida los doce meses anteriores, abandona el camposanto, se acicala como si tuviere alguna cita que cumplir, y se va luego de «levante», para terminar, acostándose con un desconocido en cualquier hotel de esa misma isla. Este, el argumento de un cuento inacabado que Gabo planeó en un principio incluir en alguna antología de relatos, hace más de una década, y que ahora, gracias a las tercas e innumerables reescrituras de sus editores, terminó siendo el borrador de una novela incompleta.
Así las cosas, luego de leídas y salvadas las primeras páginas, descubrimos, decepcionados, sus lectores juiciosos y fieles, que el Gabo mágico, dueño de la prodigiosa y apasionante narrativa a la que nos acostumbramos desde «La Hojarasca» o sus asombrosos cuentos de «Ojos de Perro Azul», no se dejó ver de cuerpo entero en «En Agosto nos vemos», esas 110 páginas póstumas, enmarcadas en márgenes monumentales y letra grande, para disipar así quizás, nuestro desconcierto.
Quizás fue por eso. De seguro fue por eso, que cuando García Márquez, aún raspaba restos de lucidez en su cerebro desmemoriado que se poblaba de tinieblas, como alguna vez lo hizo el coronel raspando restos de café en un tarro que de pronto antaño estuvo lleno, les recomendó o les exigió a sus dos hijos herederos: «Este libro no sirve. Hay que destruirlo«.
Y es que Gabo ya se había inmortalizado con sobrada genialidad en vida, de la mano de mujeres tan definitivas como Úrsula Iguarán, Remedios La Bella, Fermina Daza, la Cándida Herendida y hasta la mismísima Doña Manuela Sáenz «Libertadora del Libertador», que muchos años antes de aparecer la Bach, ya le llevaban kilómetros de páginas y de personalidad contundente, ellas si, mujeres de verdad, fuertes, rebeldes, sensuales, determinantes, en triste contraste con el carácter tembloroso, sensiblero, accidental de Ana Magdalena. Y ni que decir de una hija locata candidata a Monja, un marido «burlado» Director de un Conservatorio Musical inexistente o algún mulato saxofonista, tan secundarios e intrascendentes que nada nos dejan para merecer un recuerdo. O el celador del cementerio y un sepulturero de alquiler, que brillaron por su ausencia y aparecen, por obra y gracia de los editores en la última página, para entregarle a Magdalena, sin previo aviso, los restos de su madre en un saco de huesos.
Nostalgia y extrañeza también por aquellos finales memorables e inolvidables que cierran «Cien Años de Soledad» o «Crónica de una Muerte Anunciada» o «El Amor en los Tiempos del Cólera» o aquella sentenciosa respuesta del coronel cuando invita a comer mierda a su desventurada esposa, en contraste al cuento de «Agosto» que se quedó para siempre sin final.
Mejor quedarnos con el recuerdo de cualquier otro de sus libros y de sus libros todos antes del negado y repudiado «Agosto», para no terminar como Santiago Nazar, sacudiéndonos con la mano la tierra que nos quedó en las tripas.
Por: Jesús Alberto Sepúlveda Grimaldo
Escritor.