Columna de opinión del representante a la Cámara Carlos Edward Osorio Aguiar
La decisión del Gobierno colombiano de cerrar un contrato por 16,5 billones de pesos para adquirir la nueva flota de aviones de combate Gripen —con entregas entre 2027 y 2032— marca el inicio del fin de una era para la Fuerza Aeroespacial Colombiana. Después de 36 años de servicio, los Kfir israelíes, adquiridos en 1989, dejarán de operar en 2026, límite técnico que comandantes y técnicos vienen advirtiendo desde hace años.
La obsolescencia y la imposibilidad de conseguir repuestos —cuyo proceso de fabricación se detuvo en 1996— hicieron inevitable su retiro.
En lo técnico, la transición es coherente. Los 22 Kfir fueron decisivos durante décadas en misiones de interdicción y bombardeo contra organizaciones armadas ilegales. Pero su mantenimiento se convirtió en un reto titánico y cada vez más costoso. El salto hacia los Gripen, producto del consorcio sueco IG-JAS, corresponde a estándares contemporáneos, y aunque el paquete inicial contempla 16 aeronaves por 2.000 millones de euros (unos 9 billones de pesos al cambio actual), el negocio final ascendió a 16,5 billones incluyendo logística, armas y soporte. En términos estrictamente técnicos, es una decisión razonable.
El problema no es el avión. El problema es el relato. En marzo de 2021, el entonces senador Gustavo Petro afirmaba que “la compra de aviones en medio de una crisis, es el máximo grado de irresponsabilidad” y denunciaba que invertir en aeronaves era “preferir bombardear niños” en lugar de “salvar vidas”. Hoy, como presidente, sostiene exactamente lo contrario: que la adquisición es un acto de responsabilidad histórica, que Suecia garantiza cero corrupción y que esta compra permitirá que “nadie se atreva a amenazarnos ni afuera ni adentro de Colombia”.
El contraste no solo es evidente: es abrumador. Lo que hace cuatro años era una “irresponsabilidad”, hoy se presenta como un hito tecnológico y moral sin precedentes. Y lo más llamativo es la reacción de los sectores progresistas, que en 2021 incendiaron el debate público ante la posibilidad —finalmente fallida— de que el gobierno de Iván Duque renovara la flota. Lo que antes consideraban un despilfarro, ahora lo defienden sin reservas.
Colombia necesita aviones. Lo que no necesita es incoherencia.
Además, conviene recordar los tiempos: aunque el Gobierno celebra la firma del contrato como un logro inmediato, los primeros Gripen llegarán en por lo menos unos 18 meses, y la flota completa solo estará disponible hacia 2032.
Es decir, la narrativa de seguridad reforzada no tendrá efectos tangibles durante esta administración del Presidente Gustavo Petro.
La situación fiscal del país tampoco es menor. El acuerdo llega en medio de crisis simultáneas: salud, desfinanciación del aseguramiento, alertas sobre el sistema eléctrico, caída de la inversión y un déficit creciente.
Que el Ejecutivo defienda una inversión militar de esta magnitud en un contexto tan precario no es ilegítimo, pero sí exige un nivel de coherencia y transparencia que el Gobierno ha evitado en otros frentes.
A ello se suma la retórica incendiaria del presidente. Petro afirmó que Colombia adquiere tecnología “tan avanzada que nadie se atreverá a amenazarnos”. Pero el comentario —que insinúa una postura desafiante— no solo es diplomáticamente torpe: es técnicamente ilusorio. Mientras Colombia espera sus futuros Gripen, Estados Unidos acaba de confirmar el avance del F-47, el sucesor del F-22 y pieza central del programa Next Generation Air Dominance (NGAD). Se trata de un caza de sexta generación, diseñado para operar con drones autónomos, con velocidad estimada de Mach 2, alcance superior a 1.800 km y capacidades furtivas que superan todo lo existente. La Fuerza Aérea estadounidense planea adquirir 185 unidades, un salto tecnológico que deja claro que la superioridad aérea global sigue —y seguirá— en manos de Estados Unidos.
Frente a ese panorama, insinuar que Colombia, con 16 Gripen y una entrega que apenas inicia en 2027, será un actor disuasivo “que nadie se atreverá a amenazar” roza con lo irreal. Más aún cuando la región no enfrenta, al menos hoy, amenazas aéreas interestatales de gran escala.
La modernización de la flota es sensata. Lo que no es sensato es presentar el avance técnico como una épica geopolítica, ni mucho menos pretender que la compra sitúa a Colombia en un plano estratégico equiparable al de potencias que desarrollan cazas de sexta generación.
La renovación era urgente, sí. Pero el país merece un debate honesto, no uno construido sobre contradicciones, grandilocuencias y discursos diseñados para el aplauso fácil.
Modernizar la Fuerza Aeroespacial es un paso adelante y necesario. Hacerlo con coherencia discursiva sería, también, una muestra de madurez democrática.
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