Luis Carlos

La niña y el hombre del caracol

El mar abrió sus enormes ojos al verla llegar con su sonrisa de oreja a oreja y su inocencia de cielo. La niña lo miró fijamente mientras sus labios pintaron una mueca de picardía. En su mirada se podía notar que no estaba ahí solo para disfrutar de una tarde soleada de playa, brisa y mar, no; tenía una misión: necesitaba encontrar un caracol para llevárselo a hombre que, en su corta edad, se había convertido en alguien importante.

Tenían que haber visto a la niña, corría de lado a lado preguntando a propios y extraños si habían visto un caracol, pero, nadie daba respuesta a su interrogante. Así pasó toda la jornada, buscando y buscando entre las aguas y la arena el obsequió que anhelaba dar; no le importaba otra cosa más que encontrar al caracol, así fuese pequeñito, de colores o pálido, gordo o simplemente delgado, lo tenía que encontrar.

De repente, la niña se dio cuenta de algo, no tenía la más remota idea de cómo era el caracol que buscaba; sí, era cierto, lo había visto en repetidas oportunidades en las caricaturas, pero, realmente nunca había tenido en sus manos a un espécimen tan extraño.

Su frustración creció aún más; primero, no lograba que los adultos le ayudarán a buscar; segundo, no tenía ni idea de cómo se veía un caracol de verdad. Decidió entonces caminar sobre las rocas y antes de que pudiera dar el primer paso, las olas, atrevidas y bromistas, la empujaron e hicieron que una de sus piernas chocara contra los peñascos marinos, lacerando de ipso facto su suave piel de nieve.

Los gritos y la algarabía retumbaron por el lugar:

—¡No joda! ¡Se rompió la pierna la niña!

Lugareños y familiares corrieron al rescate. La niña lanzaba gritos de autentico dolor mientras empuñaba sus manos con fuerza; de su piernecita brotaba sangre roja que se mezclaba con el agua salada del mar. Todos la miraban consternados; lamentaban el hecho y, sobre todo, lamentaban que la niña llorara de dolor.

Sin embargo, lo que realmente le dolía a la pequeña era no haber podido encontrar el caracol. Sobre todo, porque al día siguiente regresaría a su tierra a miles de kilómetros de distancia del calor abrazador, de la gente amable y sonriente, de los bailes, las comidas y toda esa multiculturalidad que había conocido en el último mes de su estadía en aquel sitio mágico.

No obstante, cuando la subieron al carro y mientras iban dejando atrás el sonido de las olas estrellándose contra la arena y las rocas, la niña, aún con sus ojos empapados, abrió sus manos y ahí estaba, aferrado a sus pequeñas falanges, la concha de un caracol de mil colores reposaba en completa tranquilidad.

Los ojos de la pequeña se abrieron y como por arte de magia el dolor desapareció. La niña lo apretó con ternura y en sus mejillas se dibujó una sonrisa de arcoíris que viajó con ella hasta las tierras frías de donde algunas semanas antes había partido.

Lo había logrado, traído consigo el mar de aquella tierra hermosa. No hallaba la hora de ponerlo en la oreja del hombre para que escuchara el sonido de las olas, tal como él se lo había dicho que sucedería cuando se lo trajera.

Pero, cuando la niña llegó a su destino y en medio de una confusión infinita y más grande que el horizonte azul que sus ojos contemplaran el día anterior, se encontró con que aquel hombre, el hombre del caracol, había tomado un vuelo sin tiquete de regreso a la tierra de nunca jamás.

Por: Luis Carlos Rojas García, escritor.

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