WhatsApp Image 2025 11 13 at 7.41.03 PM

Mis primeras y únicas vacaciones en Armero

Mi señora madre, la profesora pensionada Esperanza Godoy, trabajó en Armero casi un lustro antes de mi existencia. Durante su estadía forjó una gran amistad con una colega oriunda de esa localidad llamada Teresa Franco.

Tiempo después, mi madre regresó a Ibagué, se casó, me tuvo a mí, luego a mi hermano y posteriormente se separó de mi padre. Tenía apenas siete años cuando, durante la Semana Santa de 1985, ella tomó la decisión de visitar a su vieja amiga y volver a Armero.

Ellas se tenían un profundo cariño y, cada vez que Teresa visitaba Ibagué, compartían momentos entrañables. Era el momento de aceptar aquella invitación y regresar a la otrora Ciudad Blanca.

Mis recuerdos de esas vacaciones son difusos, como si pertenecieran a otra dimensión. Recuerdo una familia humilde: la amiga de mi madre, su esposo, sus dos hijos y una señora llamada Herminia —madre de Teresa—, una mujer muy querida y de gran corazón.

Salimos, recorrimos el centro y algunos sectores del pueblo. En mi memoria persisten imágenes hermosas de una localidad tranquila, de gente amable y alegre. Armero transmitía una paz que no volví a sentir en otros municipios que conocí después.

Al culminar la Semana Mayor, mi madre se despidió de Teresa como si el destino quisiera advertirle que sería la última vez que se verían. Y así fue.

Recuerdo las horas posteriores a la fatídica noche del 13 de noviembre como si el mundo hubiera entrado en tinieblas. Veo aún a mi mamá, inmóvil frente al televisor, leyendo los listados de personas muertas o heridas en los hospitales. Llovía mucho por esos días, y el país entero parecía sumido en una tristeza espesa, inabarcable. Con el paso de las horas se fue evidenciando la magnitud apocalíptica de la tragedia: más de 25 mil personas muertas y una ciudad borrada del mapa. Entre ellas, toda la familia de la profesora Teresa.

Cuarenta años después, y en mi calidad de periodista, Armero me dejó tres enseñanzas que siguen vigentes.

La primera, y más dura, es la indiferencia y negligencia de un Estado que, pese a las advertencias de los científicos del Servicio Geológico Nacional y de algunos estudiosos, ignoró las señales del volcán Nevado del Ruiz. Trasladar a miles de personas era una tarea titánica y costosa. Prefirieron jugar a los dados con la vida humana.

La segunda lección es que la avalancha no solo sepultó casas y cuerpos, sino también la certeza sobre quiénes fueron las verdaderas víctimas. Cuando el Estado no logra distinguir entre el sobreviviente legítimo y el que reclama sin haber perdido nada, la tragedia se perpetúa en la burocracia. Se habló de 30 mil damnificados en un pueblo que prácticamente desapareció.

La tercera enseñanza tiene nombre propio: oportunismo. Aunque nunca hubo responsables directos ni condenados, el imaginario colectivo conserva la certeza de que muchos se enriquecieron con las ayudas humanitarias. En el río revuelto de la tragedia, varios pescaron. Y solo quedará en la conciencia de cada quien su responsabilidad moral.

Con los años comprendí que Armero no solo fue una tragedia natural: fue una metáfora del país. Una Colombia que no escucha, que improvisa, que olvida.

Mi madre nunca volvió a ver a su entrañable amiga, como miles de colombianos nunca volvieron a encontrarse con sus seres queridos. De Armero solo queda lo que hagamos por recordar, para no ser, como diría el fallecido escritor Jorge Luis Borges, “el olvido que seremos.”

Por: Andrés Leonardo Cabrera Godoy

Editor general.

Deja tu comentario

Le podría interesar

Miguel 1

Del caos al éxito y luego a la seducción mundial

Una foto con congresistas y líderes sociales tolimenses enardecidos en la presidencia de la Agencia …