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Una furtiva lágrima

Luis Carlos Rojas García
Luis Carlos Rojas García

La lluvia de otoño comenzó a golpear el cristal de la ventana forjado y diseñado para aguantar las bajas temperaturas del país del norte. Enrico Soto Vidal, de origen chileno, miró las gotas que parecían burlarse de su actual situación.

El hombre frente a Enrico hablaba de una eventual negociación con la mujer que se encontraba al lado del ensombrecido hombre, que más que hombre parecía un muerto viviente, con la mirada perdida, pálido y sin alientos.

La negociación no favorecía en nada a Enrico, la mujer se quedaría con todo y él, bueno, lo mejor era que él evitara todo tipo de confrontación ya que eso le acarrearía más dinero del que ya había gastado en esa batalla campal que inició el amor de su vida meses atrás.

La lluvia seguía en aumento, la mujer de cabello rubio, ojos claros, labios carmín y cuerpo bastante deseable, miraba con desprecio al barrigón, medio calvo y de tez arrugada cuyo nombre simbolizaba al gran Caruso; de hecho, fue su padre quien así decidió llamarlo con la esperanza de que algún día fuese cantante de ópera.

Enrico sintió que se le iba la respiración, no entendía en qué momento su idilio se había convertido en un verdadero y auténtico infierno. Sin embargo, era consecuente de lo que le estaba pasando; sabía de antemano que en países como el del norte, la gente ha normalizado tanto el tema del divorcio que su caso no era más que uno del montón.

Su exmujer lo acusaba de lo habido y por haber, incluso, lo acusaba de haber engordado ¿Pueden creerlo? Como si engordar fuese delito, como si haberse dejado crecer la panza fuera un acto criminal. Aunque a esas alturas para Enrico era lo de menos. Había llegado a este lugar enamorado, creyendo que todo lo podía, apasionado y convencido que esta tierra le daría la mayor de las felicidades porque al igual que muchos latinos, creía que en el extranjero todo era mejor.

Sin embargo, las cosas se salieron de control unos años después de su arribo; a su mujer se le acabó el amor, ya no veía en él ese latino ochentero de sonrisa encantadora, de cuerpo esbelto y una pasión desbordante. Además, como mujer libre, se había permitido darse el gusto de explorar nuevos cuerpos, nuevos amantes, algunos más apasionados y con mejor posición económica que otros.

El hombre frente a Enrico le reclamó por su falta de atención y casi gritándolo lo sacó de su trance. Le preguntó que, si estaba de acuerdo con el convenio; Enrico lo miró, luego miró a su exmujer quien lo seguía observando como si fuese una mierda en el césped, tomó la pluma y firmó.

—¿Cuándo puedo pasar por mi ropa? —Preguntó desganado, a lo que su mujer respondió:

—¡Yo no quiero que este hombre esté merodeando por mi casa! La ropa la iré a la basura. No podía tener ese mal recuerdo en mi hogar.

Enrico sintió que el demonio le afloraba desde lo más profundo, la casa la había comprado él, el carro, los muebles y hasta la cama en donde otro dormía lo había comprado él. El abogado advirtió la frustración de Enrico e inmediatamente intervino:

—Señor Soto, hay varios almacenes que tienen prendas en oferta ahora que se acerca el invierno. Otra muy buena opción son los almacenes de ropa de segunda. Venden muy buena ropa ahí; de hecho, he escuchado que es ropa de calidad.

Enrico respiró profundo y tuvo que hacer un esfuerzo para no echarse a llorar delante de estos dos personajes detestables. Se tragó su orgullo poniéndose de pie y salió con la cabeza erguida, sin un dólar en el bolsillo, pero, convencido, como les toca convencerse a muchos, que la justicia divina ha de existir.

Llegó a la puerta de salida y se dio cuenta que no tenía ni siquiera una sombrilla para protegerse del torrencial aguacero; entonces, caminó por las calles inundadas y sin que nadie se diera cuenta, dejó que una furtiva lágrima rodara por sus mejillas mojadas y melancólicas.

Por: Luis Carlos Rojas García, escritor.

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