Cuando decidí emigrar de mi país, jamás pensé tener que trabajar en tantas y tantas cosas para poder sobrevivir. Cosas que nada tienen que ver con lo que estudié, pero, que son la manera de conseguir el sustento en este lugar frío y sin sentimientos.
¿Qué pensaría mi padre si me viera con el trapero y la escoba todo el tiempo? Aunque, si lo pienso bien, no creo que se sintiera decepcionado puesto que su hija ha demostrado ser más fuerte de lo que aparentaba ser cuando era una niña o una adolescente rebelde y sin causa.
Bueno, debo corregir: había demostrado, porque, hace un par de días toda esa fortaleza se fue al piso cuando me encontré por primera vez con los zapatos de charol en aquella oficina. Sí, no resulta fácil de creer y menos en pleno siglo de las tecnologías; sin embargo, mi vida no ha vuelto a ser la misma desde hace exactamente cinco días, cuatro horas y veinte segundos.
Tiempo que me separa de la aparición de los zapatos de charol. Ocurrió que llegué a trabajar a un lugar nuevo. Me entregaron las llaves para que me encargara de la limpieza. Era un edificio viejo, de dos pisos, en el primero había un gran salón de máquinas y en el segundo… bueno, en el segundo estaban las oficinas, diez en total, dos baños, una cafetería y un pequeño cuatro de máquinas.
Todo iba como de costumbre hasta que los escuché. Era el mismo sonido que escucha de niña, el golpeteó de esos zapatos del infierno que me persiguieron durante tantos años. Una historia que mis padres nunca quisieron creer, pero, que yo, pese a ser una niña, sabía que era tan real como espantosa.
Comencé a sentir que la lengua se me dormía a medida que los pasos se iban acercando. Mis piernas temblaban y mi corazón ya no me pertenecía. Me encerré en el baño de los hombres intentando hacer el menor ruido posible.
Los zapatos empujaron lentamente la puerta y luego recorrieron las baldosas tal como lo hacían cuando yo era niña. Yo estaba subida en el toillet, con las manos tapándome la boca para no gritar. Los zapatos se detuvieron al frente de la puerta y luego comenzaron a bailar.
Podría parecer algo gracioso, pero no lo es, no, porque ese baile maldito siempre ha sido una suerte de risotada al saber que el miedo me está carcomiendo. Me oriné y mi orina fue a parar directo al lugar en donde estaban los zapatos que, al sentirla, comenzaron a chapotear como lo hacen los niños cuando juegan entre los charcos, como siempre lo hacían cada vez que me orina sin poder gritarle a mis padres que ahí estaban para que no pensaran que estaba loca.
Tomé fuerzas de donde no las tenía, empujé la puerta y salí del lugar. Afuera la temperatura era de menos veinte grados, corrí tan rápido como pude hasta que caí desmayada. Antes de morir de hipotermia al no tener abrigo ni nada, fui llevada al hospital por un buen samaritano.
Llevo cinco días, cinco horas y treinta segundos en este lugar. Todas las noches, los zapatos recorren los pasillos, me están buscando, y aunque no lo han logrado, tarde o temprano, me van a volver a encontrar.
Por: Luis Carlos Rojas García, escritor.