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Imagen de referencia.

El conserje

Luis Carlos Rojas García
Luis Carlos Rojas García

El conserje entró al viejo edificio y se detuvo frente al ascensor. Revisó de nuevo su celular, el mensaje era claro:

Piso número 13, habitación 13, preguntar por Madame Blanche, ella le dará todas las instrucciones. Ocho horas declaradas; de 10 pm a seis am; 15 minutos de descanso; media hora de almuerzo. Pago quincenal. No llegar tarde. 

Mientras esperaba el ascensor que descendía con la lentitud, propia situación de las construcciones de antaño, una extraña sensación se apoderó del conserje. No entendía cómo era posible que existiera un piso 13 y, sobre todo, una habitación 13, en ese lugar, cuando era bien sabido que ningún hotel tiene un piso con ese maldito número.

El ascensor se detuvo y el conserje utilizó todas sus fuerzas para correr la corroída reja que le impedía entrar al cubículo cubierto de una tela vieja con olor a corcho de vino.

Antes de que el conserje pudiera entrar un susto de muerto lo hizo retroceder y por un instante tambalear. De la nada apareció una mujer de aspecto sombrío, llevaba puesta una ropa antigua y, aunque no era muy vieja, su vestimenta la hacía parecer de otra época.

—¿Es usted el nuevo conserje?

Le preguntó con un acento extraño, a lo que él respondió que sí.

—¿Habla usted francés o prefiere que le hable en español?

—¡En español por favor! Aunque hablo inglés….

Respondió el hombre con la voz entrecortada, siendo interrumpido por la mujer en el acto:

—¡No! Haré una excepción con usted y le hablaré en español, aquí solo hablamos francés; ahora sígame que debo mostrarle el edificio.

Una vez en el ascensor el conserje se dio cuenta que el piso número 13 era una realidad; la mujer presionó el botón y las oxidadas poleas comenzaron el ascenso. El ruido era espantoso. Fue así como el conserje comenzó a darse cuenta que todo, absolutamente todo, era propio de una escena de película de terror.

El ascenso era lento y desgarrador, el ruido de las poleas se asemejaba al lamento de miles de almas en pena. El conserje comenzó a sentirse incómodo, mareado, acalorado. Había dejado su país hacía ya varios meses y sentía que no podía adaptarse a ese lugar. Era abogado de profesión, tenía una maestría en Derecho Penal, dos especializaciones, una en derecho Procesal Penal y la otra en Derecho Administrativo y, en su afán de cumplir su sueño norteamericano, dejó a medias su Doctorado en Derecho Penal.

Tenía un buen cargo en su país, estaba próximo a abrir su propia firma y su salario estaba por encima de lo que muchos podían tener, pero, un día y luego de la insistencia de su mujer al ver la situación del país, decidió comenzar de nuevo en otro lugar, reinventarse profesionalmente y de pasó, reinventarse con su familia, dejar de lado el estrés, las preocupaciones, vivir cómodamente en un lugar más tranquilo. Así que vendieron hasta lo que no tenían y comenzaron un proceso que poco o nada conocían, pero que les permitió alcanzar el objetivo de entrar a lo que muchos llamaban: “El paraíso”.

Sin embargo, una vez en su nuevo hogar, las cosas no salieron como lo esperaba, primero, porque eso de reinventarse no es como lo pintan; segundo, porque su profesión en aquel país no tenía el mismo peso que en su tierra natal. Las leyes son las leyes en cada lugar del planeta y tenía que cumplir un montón de requisitos si quería entrar al gremio, entre ellas el idioma casi nativo.

Así que luego de pasar distintas situaciones que lo tenían al borde de un ataque de nervios y haciendo un esfuerzo casi sobre humano, decidió aceptar un trabajo como conserje en un viejo hotel ubicado en las afueras de la ciudad.  Un edificio que, sorprendentemente, tenía un piso 13 y una habitación número 13.

El ascensor seguía avanzando mientras Madame Blanche daba las últimas recomendaciones: utilizar todo el tiempo el tapabocas, barrer los pasillos, recoger las basuras, lavar los baños, limpiar los vidrios, revisar que el ascensor no tuviera manchas, ni suciedad en el piso de baldosa, ni manchas en las paredes y un sinnúmero de funciones más.

El conserje miró con desesperó cómo el ascensor se acercaba al dichoso piso 13, su corazón comenzó a latir con más fuerza, recordó que había prometido a su mujer que conservaría el trabajo al menos mientras se podía ubicar mejor ya que, en los últimos meses, se habían enfrascado en una serie de discusiones, todas relacionadas con los mismo: la necesidad de conseguir dinero y pagar los pendientes que el proceso les había dejado y que por culpa de la tasa de cambio no habían podido terminar de pagar con sus ahorros.

Madame Blanche clavó sus espantosos ojos verdes en el conserje y luego le preguntó con una voz gutural si se sentía bien. El conserje quería gritar, no podía resistir el olor a viejo del lugar, no resistía la idea de tomar una escoba, un trapero, de meter las manos en un bote de basura cuando antes solo tenía que tomar leyes y decretos o una simple pluma para firmar.

El ascensor se detuvo en el piso maldito; Madame Blanche dio un paso al frente, corrió la reja sin problema y salió del ascensor. Luego giró y sonrió, sonrió con una risa espantosa dibujada en su rostro que, para ese momento, ya no era mismo. El conserje la observó y esta vez la vio más vieja y decrépita, lo único que conservaba eran esos ojos verdes infernales. La mujer le hizo una seña para que avanzara, pero él, sintió cómo una sombra oscura se apoderaba del lugar.

El conserje palideció. Cerró con violencia la reja y presionó el botón RC para regresar a su punto de partida. De la garganta de Madame Blanche salió un amenazador grito en donde le anunciaba que informaría a su empleador de su altanera conducta.

El viejo ascensor se tomó su tiempo, tiempo en el cual el conserje pudo reflexionar sobre qué carajos estaba haciendo en un lugar en donde profesionales como él se veían obligados a realizar trabajos de ese estilo y otros que, sin lugar a dudas, no eran lo que esperaban. Una vez salió del edificio corrió hasta su vehículo, abrió la puerta del mismo y se encerró como si de un refugio se tratase. Su cabeza daba vueltas, no sabía exactamente qué le había sucedido. Entonces, la vibración de su celular lo sacó del trance. Era un mensaje de su mujer:

Me han llamado de la compañía de aseo Javier ¡Eres el colmo! Lo volviste a hacer. Ya no aguanto más.

Por: Luis Carlos Rojas García, escritor.

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