Crónicas de personajes ibaguereños.
Como cada mañana, Arístides Gualtero a sus 76 años, llega a su lugar de trabajo a un costado de la Gobernación y se instala en un modesto escritorio de madera, una silla rimax y una sombrilla de colores que lo resguarda de la dureza de los elementos. En su escritorio, apoya su antigua máquina de escribir que lo acompaña desde hace décadas, quedando desde ese momento a la orden y espera de sus clientes.
En su espalda lleva 36 años de profesión, este mecanógrafo de antaño, aunque platica de manera reservada y prevenida, nos cuenta sus inicios como escribiente…
«Yo estaba estudiando bachillerado comercial, luego me pasé a bachillerato académico en el que entablaba las clases de legislación tributaria, después con el roce con los abogados fui aprendiendo. Primero estuvimos por años en la Plaza de Bolívar, luego nos reubicaron en este lugar», dice
¿Esa reubicación, los afectó?
No mucho, los clientes siguieron viniendo
Cuenta que lo visitan desde jóvenes hasta adultos requiriendo asesorías. Esto hace que Arístides y demás escribientes, estén vivos en la memoria colectiva de la ciudadanía, en una era digital que cada vez toma más auge, oficios análogos como estos, se niegan a desaparecer, y todo porque la gente los sigue necesitando.
Sin embargo, ni la llegada de los ordenadores ni el avance del internet han logrado acabar con los escribientes de Ibagué.
¿La tecnología lo afectó?
“Me fue mucho mejor con la tecnología, pero no traigo aquí el aparato porque me lo roban, además aquí no hay donde enchufar, para qué me lo traigo…”
Este hombre de dedos delgados y ágiles, se caracteriza por ofrecer una redacción impecable, sin errores ortográficos y con la garantía que merece el servicio.
Si yo vengo a que me redacte una carta, ¿cuánto me cobra por el servicio?
Eso me lo reservo, depende de los fundamentos que haya que citar…
Arístides con reserva absoluta sobre lo que pueden ser sus ingresos nos niega esta respuesta; sin embargo sabemos que para los escribanos no hay un precio estándar ni definido sobre su trabajo, cada uno le pone precio a lo que hace, si el cliente lo considera elevado, puede acercarse a otro escritorio y pedir un mejor precio.
Así las cosas, no es la tecnología la que amenaza con borrar de un ‘teclazo’ esta tradición; su mayor amenaza es el tiempo y su salud, ya que solo queda la tercera parte de los escribientes que se agolpaban desde el inicio.
Actualmente, apenas un puñado de no más de 15 escribientes luchan por mantener vivo ese oficio que resiste al olvido.
«Yo tengo 14 o 15 compañeros, cuando yo llegué allá a la Plaza de Bolívar éramos como 40 y pico», señala.
Finalmente, el hombre de firme teclear, con el afán de quien ha terminado su jornada laboral, despide a su último cliente del día y empieza a recoger su oficina sobre las cinco de la tarde.
Culmina la jornada ibaguereña y con la llegada del ocaso Aristides deberá regresar a su casa, reponer energías y emprender al día siguiente su noble y necesaria tarea de ganarse la vida escribiendo algunas letras, no poéticas ni literarias: las que algunos ciudadanos requieren para completar trámites en una sociedad cada vez más kafkiana y llena de burocracia, trámites sin sentido, montañas y montañas de papeleo.
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