
La Corte Suprema de Justicia, como lo dieron a conocer distintos medios de comunicación, confirmó la condena a cuarenta años de prisión contra el cabo segundo Wilson Casallas Suescún y el soldado profesional Albeiro Pérez duque, miembros del Ejército Nacional, en calidad de coautores materiales de los trágicos hechos conocidos como la “masacre de Potosí”, ocurridos a finales del año 2.003 cuando fueron muertos violentamente con armas de fuego de largo alcance varios campesinos, cuyos cadáveres fueron sepultados en fosa común, entre quienes se encontraban Marco Antonio Rodríguez Moreno y Germán Bernal Baquero.
Se trató, sin duda alguna, de un horrendo crimen del cual se ha responsabilizado, desde un comienzo, a agentes del Estado, que obraron motivados por supuestas cuestiones de “orden público” y “razones de Estado”, relacionadas, específicamente, con la insurgencia armada, política y militar.
Los muertos, como siempre, fueron humildes y sencillos hijos de nuestro pueblo y, también, irónicamente, los ejecutores materiales de este trágico acontecimiento de la historia reciente del Tolima, cuyas consecuencias resultan emblemáticas, dado que los primeros están en el cementerio y en la memoria de los suyos y los segundos en la cárcel, posiblemente agobiados por lo sucedido y por las dificultades que, posiblemente estén pasando sus familias.
¿Quién o quiénes se beneficiaron con la “masacre de Potosí”, municipio de Cajamarca, departamento del Tolima?
La respuesta, sin ser una justificación de parte nuestra, puede encontrarse en la intrincada situación que ha vivido Colombia desde la muerte violenta y trágica del caudillo liberal Jorge Eliécer Gaitán, ocurrida el 9 de abril de 1.948 en Bogotá, por cuanto, desde entonces hasta el día de hoy se han abierto las compuertas a la “doctrina de la seguridad nacional” y a las “razones de Estado” y, por ahí derecho, a la aplicación indiscriminada del “derecho penal del enemigo” de Carl Schmitt, arquitecto jurídico del régimen nacional socialista de Adolfo Hitler, cuyas trágicas consecuencias, por fortuna, hoy hacen parte de la historia universal.
Todo lo anterior llevó, desafortunadamente, a la degradación del conflicto armado interno, a la “guerra sucia”, a las ejecuciones fuera de combate, a las detenciones arbitrarias, a las detenciones indiscriminadas y colectivas, al desplazamiento forzado, al terrorismo de Estado, al narcotráfico, al paramilitarismo, a la utilización de desertores de los grupos armados de delincuencia común o de delincuencia organizada como testigos de cargo y a la prolongación de los estrados judiciales como campos de batalla, circunstancias, más que suficientes, para que hagamos votos sinceros porque el proceso de paz, actualmente en curso, culmine exitosamente.
Ahora bien, si la Corte Suprema de Justicia hubiera sido consecuente consigo misma y hubiera aplicado su nueva línea jurisprudencial contenida en las sentencias de casación penal de 26 de septiembre de 2.012 (Proceso No. 38.250) y de 12 de febrero de 2.014 (Proceso No. 40.214) y la jurisprudencia de la Corte Constitucional contenida en la Sentencia C-334 de 2.013, sobre la criminalidad organizada de carácter común o de carácter político, el concierto para delinquir, el dominio del hecho a través de aparatos organizados de poder, autoría a través del poder de mando y autoría por dominio de la organización, hoy se tendríamos conocimiento acerca de quiénes fueron los autores mediatos y los coautores inmediatos de este trágico acontecimiento, porque en realidad de verdad, no resulta afortunado para la salud de la república, que todo el peso de la ley haya caído exclusivamente en los ejecutores materiales, respecto de los cuales pudieron haberse dado causales de exclusión de responsabilidad, de antijuridicidad, de subjetividad y, hasta, de inimputabilidad, como ya se había establecido en providencias anteriores, como aparece en la sentencia de casación penal de 29 de septiembre de 2.003 (Proceso No. 19.734 y en el auto de 10 de junio de 2.008 (Proceso No. 29.268) o que, por lo menos, se hubiera ordenado investigar a quienes, por las razones anteriores, puedan ser responsables, por acción o por omisión, de este trágico acontecimiento, dado que respecto de los mimos la acción penal no está prescrita.
Expresamos lo anterior afincados en los principios establecidos en la Constitución Política de 1.991 y desarrollados en el Código Penal y en el Código de Procedimiento Penal, manteniéndonos ajenos a cualquier tinte de carácter político, pero si impelido por la necesidad de que en nuestro país se afinquen definitivamente el Estado de derecho con la democracia formal y el Estado social y democrático de derecho con la democracia sustancial que, en términos de Luigi Ferrajoli, se caracteriza porque de la misma hacen parte integral los derechos fundamentales y el contenido de los mismos.
Lo cierto del caso es que las consecuencias del conflicto armado interno, como si se tratara de una maldición gitana, solo afecta a los hijos del pueblo, así éstos actúen en un bando o actúen en el otro, siempre será el pueblo el que resulte perdedor, situación que evidencia la imperiosa necesidad de fortalecer el marco jurídico para la paz (Acto Legislativo No. 01 de 2.012) y la justicia transicional, como mecanismos para la terminación, ojalá definitiva, del conflicto armado interno que nos aqueja y aflige.
Que la “masacre de Potosí” nos sirva de punto de referencia y de reflexión, para fortalecer el proceso de paz, actualmente en desarrollo.
Por: Rafael Aguja Sanabria, abogado penalista, docente universitario.