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La Sultana. Imagen: archivo particular.

La Sultana, la tienda tradicional que se niega a desaparecer

Miselina Devia despacha en La Sultana
Miselina Devia despacha en La Sultana

Crónica de uno de los establecimientos más antiguos de Ibagué.

Él vivía en una casa, encima de eso que los colombianos llaman ‘tienda’”, dijo el cantante Joan Manuel Serrat cuando le preguntaron sobre su encuentro fortuito y amistad que fluyó espontáneamente con el inmenso poeta ceretano, ya fallecido, Raúl Gómez Jattin.

Serrat creía, de manera erronea, que el término ‘tienda’ era de uso común y vulgar en nuestro país, aunque para él tuviese otro significado. Pero la RAE terminó acogiéndolo como “casa, puesto o lugar donde se venden al público artículos de comercio al por menor”.

Corrían los ‘maravillosos’ años 80, y principios de los 90, y sobre la carrera Quinta con calle 30 existía un sitio para ‘parcharla’ con los amigos y panas del colegio.

Allí, fue el sitio de congregación de ‘minitequeteros’, rockeros, ‘niñas bien’, gomelos, que se gozaban la rumba sana de aquellas épocas, con aguardiente, vino barato, uno que otro cigarrillo, quizá un esporádico bareto, pero jamás basuco, o drogas pesadas.

Era el sitio por excelencia para exhibir la moto nueva, el carro propio (el que le prestaba el papá, o se sacaba a escondidas de la casa), o la nueva conquista amorosa.

La Sultana vio nacer un ‘parche’ de noctámbulos, gocetas y afiebrados a la velocidad, que salían de los cercanos barrios de Cádiz, Magisterio o Metaima para pasarla bien.

Alguien llevaba el carro, entre todos hacían vaca para el trago y realizaban piques, bailaban en la calle. Se iban a pegar chicles en los timbres de las casas, a poner grafitis en las paredes, rayar otros autos y hasta a echar bala al aire cuando alguien sacaba a hurtadillas el revólver del papá.

A veces, la guachafita terminaba cuando debían poner pies en polvorosa ante una pelea con un parche rival, o porque se colaban en una fiesta de 15 años y el furioso anfitrión los sacaba a empellones. También gustaban de hacer ‘conejo’ en otras tiendas y bares de la 42.

Hacían bromas pesadas por teléfono, o pidiendo domicilios a la casa de un conocido que quedaba abrumado cuando le llegaba una pizza enorme o cajas de arroz chino que no había ordenado.

La Sultana
La Sultana. Imágenes: archivo particular.

En esas butacas se sentaba a ver pasar las horas el fallecido Fernando García Correa, uno de los rumberos de moda en esa época y ‘nochero’ inveterado de la zona circundante. También aparecía de tanto en tanto, pidiendo monedas, con cara ojerosa y en las tinieblas, ‘Calavera’, un adicto a la yerba, hoy regenerado, que vivía en el Magisterio.

La Sultana fue (¿lo es?) sitio de animosas tertulias de chicos y chicas de los colegios San Simón y Liceo Nacional, donde jóvenes del primero aguardaban por las alumnas del segundo, para esperar a la novia, cortejarlas, lanzarles un piropo, o tan solo deleitar la vista.

Aún se le ve repleto de jóvenes los fines de semana o durante las fiestas de junio. No ha perdido su esencia primigenia de más de tres décadas.

Las familias de antaño fueron vendiendo sus casas, donde ahora funcionan clínicas, oficinas, bancos, centros de estética oral, que lucen vacíos y deshumanizados un día feriado o al terminar la jornada laboral.

En La Sultana se sigue consiguiendo la leche, el pan del desayuno o cualquier comestible necesario para completar la dieta del día.

La Sultana ajusta 34 años de servicio a la comunidad en un lugar que se ha transformado de sector residencial a comercial, pero que se resiste a ceder al embate de la modernidad como evidencia de otros tiempos inocentes y felices que nunca volverán.

El establecimiento fue fundado por doña Orfilia de Rojas, como lo cuenta en este clip Miselina Devia, dependiente de La Sultana:

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