Se los dijo, se los advirtió, una y otra vez, de puerta en puerta, de rincón en rincón, pero, nadie, absolutamente nadie le quiso creer y no era para menos, la historia de Meliodas no era fácil de digerir. Según el pequeño y esgalamido hombre, en la próxima luna llena después de su anuncio, un gigantesco dragón emergería de las profundidades del monte Zeus que colindaba con el pueblo.
Entonces, pese a que los habitantes de Saint-Galileo llevaban mucho tiempo alejados de la civilización, habían dejado de creer en brujas y apariciones; de ahí que no le creían nada, mucho menos cuando aseguraba que dicho dragón, primero se comería a todos los niños y luego a cada uno de los habitantes del lugar, no sin antes arrasar con todas las casas, con cada construcción hasta borrarlos de la faz de la tierra.
Fue así como los lugareños comenzaron a sentirse enojados, al punto que convocaron a una asamblea general para decidir qué hacer con el insistente Meliodas.
Durante la asamblea se escucharon las más descabelladas propuestas: desde amarrarlo y encerrarlo en una mazmorra sin agua y comida, hasta decapitarlo. De hecho, su propia familia manifestó una aberrante inconformidad en su contra.
— ¡No sabemos qué hacer con él! Es nuestro hermano, todos ustedes lo saben, pero, queremos que se largue de una vez por todas y nos deje en paz.
Una mujer anciana tomó la vocería de la reunión:
—Damas y caballeros, no podemos perder la cabeza, es cierto que Meliodas nos tiene al borde de la locura, pero ninguno aquí es un criminal.
El carnicero del pueblo la interrumpió gritando:
—Es cierto Madame Infanta, pero, también es cierto que estamos desesperados con esa historia del dragón. Nuestros niños no pueden dormir. Ese hombre es el demonio.
La muchedumbre encolerizada gritó al unísono que querían que Meliodas se largara del pueblo; fue así cómo llegaron a la conclusión que el fin de semana siguiente lo sacarían así fuera a patadas para que no regresara nunca más.
Era martes, escasos cuatro días le quedaban al pobre Meliodas; todos en el pueblo murmuraban sobre la decisión que habían tomado y aunque Meliodas sospechaba que algo estaba ocurriendo y por supuesto en su contra, no cesaba en su intento de encontrar a alguien que le creyese.
Llegó el viernes, el reloj marcaba las seis de la tarde; uno a uno los habitantes del pueblo fueron saliendo de sus casas para reunirse en el parque central. Sobre las seis y treinta de la tarde apareció Meliodas, caminó lentamente por entre la multitud, por un instante pensó que la gente estaba reunida porque habían decidido creerle, pero, no fue sino hasta que un niño le gritó:
—¡Corre Meliodas, corre lo más rápido que puedas porque te quieren linchar!
Que Meliodas entendió que su vida corría literalmente peligro.
La turba enfurecida fue dominada por un deseo infernal de acabar con la vida de Meliodas, de un lado y del otro aparecieron trinches, palos, piedras y cual si se tratase de una cacería de brujas corrieron detrás del langaruto hombre, sedientos de sangre y gritando que no lo dejarán escapar.
Meliodas corrió con todas sus fuerzas y mientras corría no dejaba de pensar en el error tan grande que había cometido, porque es cierto, a veces las personas no entienden ni comprenden, por más que les digas la verdad. A veces, por no decir siempre, las personas no quieren escuchar y lo mejor es no insistir y que cada quien viva su proceso.
Aquella noche, la gente en el pueblo formaron una gran fiesta; bailaron, comieron, rieron, se emborracharon hasta más no poder. Durante la improvisada celebración alguien preguntó a todo pulmón:
—¡Y a todas estas! ¿Cuándo es que va a aparecer el dichoso dragón?
La muchedumbre entera se echó a reír y gritaban con júbilo que era esa misma noche y que Meliodas se iba a perder el espectáculo; sin embargo, aquella noche no apareció ningún dragón y todos se sintieron tranquilos y estuvieron de acuerdo con que tenían razón: Meliodas estaba loco, pero, eso ya no sería ningún problema porque no lo volverían a ver nunca más.
Cuando el reloj marco las tres de la mañana, la gente retornó a sus casas para descansar. En el silencio de la madrugada, un espantoso grito alertó a todo el pueblo. Una mujer salió como loca por las calles del pequeño lugar, gritando que sus hijos no estaban en la cama; detrás de la misma, cinco mujeres más, después eran diez y en un abrir y cerrar de ojos el pueblo de Saint-Galileo descubrieron que todos sus niños habían desaparecido.
Cuando las campanas del reloj marcaron las cuatro de la mañana, el cielo y la tierra se estremecieron y del monte Zeus emergió un gigantesco dragón que llevaba entre sus fauces brazos, pies y manos de lo que se veía claramente eran las extremidades de los niños desaparecidos.
Entonces, tal como lo había dicho Meliodas, aquella población alejada de la civilización fue borrada de la faz de la tierra.
Cuentan los vecinos de aquel pueblo extinto, los mismos que vivieron en aquellos tiempos que los gritos eran tan fuertes y espantosos que llegaban hasta sus casas, que el viento arrastró la súplica de aquellos malditos lugareños que desgarraban sus gargantas implorando una espantosa frase que decía:
—¡Meliodas no nos comas! ¡No por favor!
Por: Luis Carlos Rojas García, escritor.