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De la indignación a la euforia

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Que Colombia pase de la indignación colectiva a la euforia es normal, sobre todo porque los motivos que generan ese delirio no se dan todos los días en el segundo país más feliz del mundo. Que las celebraciones son exageradas, tampoco preocupa, porque apenas se cansan vuelven a la normalidad, pero que logremos la unanimidad para flagelar y condenar a un coterráneo en un arranque de patriotismo y de «transparencia a toda prueba”, ahí sí me produce cierto “escozor” porque caemos en esa doble moral que tanto censuramos.

Lo positivo de estos cambios anímicos fue el cese al fuego de quienes confrontan políticamente en las redes sociales, dando paso a una sola voz, primero para «linchar» al colombiano que agredió a dos japonesas en Rusia aprovechándose del desconocimiento del idioma español y luego rendir un sublime tributo de héroes a la Selección Colombiana de fútbol, digna de todos los elogios.

Obviamente que el patán merecía su sanción moral y que la selección de fútbol tiene todos los méritos para su exaltación, más ahora en octavos de final, pero que lleguemos a creer que ese primer hecho justifica tal desborde de odio, no, jamás.

Sin pretender “aguar la fiesta”, tenemos que reconocer que las celebraciones rayan con la euforia y la histeria con resultados tristes de heridos y muertos, incluso de accidentes en las caravanas.

No podemos negarnos a celebrar por los triunfos del deportes y la selección amada, además porque esos breves momentos de desfogue de emoción, donde nos creemos superiores, pues sirven para olvidar temporalmente los problemas cotidianos que se afrontan, tan duros y tan reales como el 1 a 0 frente a Senegal.

La emotividad en redes sociales da margen hasta para comentarios ingeniosos y de corte político como este: «No se veía una Colombia tan unida desde que diez millones de héroes votaron por Iván Duque para evitar el Castrochavismo». Los contradictores de la autora de esta frase en Facebook tendrán otros calificativos.

Tampoco faltará quien por tratarse de dos reacciones vinculantes a un sentimiento patriótico y moralista, salga espontáneamente a decir «uy qué patriotismo y que moral tan chimba», como lo hizo mi respetado expresidenciable, con la claridad de que la palabreja adquiere una significación positiva o negativa dependiendo de cómo se exprese, que para los dos hechos a que me refiero serian algo así como “qué chimba de humor” o “qué chimba de partido”.

El desafortunado episodio que no debió ocurrir jamás, en donde el protagonista obtuvo una condena social “fast track” con pronunciamiento estatal incluido, fue desproporcionado y estoy seguro que con una reacción a esa escala ya habíamos logrado que Nicaragua dejara de soñar con apropiarse de San Andrés, que Maduro abandonara Venezuela, o que la monja colombiana secuestrada hace un año por yihadistas en África estuviera en libertad o la cadena perpetua para violadores, entre otros anhelos masivos.

Y hablando de moral, pregunto: El videíto lo compartieron miles y miles de veces por chistosito o como soporte para censurar al autor. Algo similar hizo recientemente un humorista en televisión y qué pasó, pues nada porque era un humorista profesional, no un pelele improvisando humor.

Sigo preguntando: usted se sonríe y le suena hermoso cuando su hijito de dos años balbucea la grosería que usted o su pareja repiten. O no me diga que no «se murió de la risa» ante la auténtica respuesta de Rigoberto Urán: «Yo qué voy a saber, güevón».

Y esta bipolaridad moral no es de ahora. Por allá en los años sesenta uno de los duetos más escuchados en la radio fue Emeterio y Felipe, conocido como «Los tolimenses», promocionado como «la primera pareja cómico-musical de Colombia». Ríase de ese humor. Mi abuelita decía que «esos mugres son muy verdes, pero prenda el radio a ver con qué salen hoy». Y mientras Emeterio lanzaba sus cuentos de doble sentido, mi abuelita solo trataba de ocultar su intermitente sonrisa.

Recuerdo un capítulo local de mi época de bachillerato, cuya víctima fue una primípara profesora que procedente de Cundinamarca llegó a trabajar a Líbano. En su debut, la joven docente entabló un abierto diálogo con sus estudiantes donde quiso saber de la historia local, de los colonizadores, de su desarrollo y así poco a poco, la espontaneidad y el respeto en las respuestas de esos muchachos le dieron la confianza suficiente a la maestra para saltar al presente y preguntar con detalle por las costumbres del presente, la gastronomía, la vida social, la sana diversión, los lugares, las piscinas, los clubes y las discotecas. Uno de los alumnos, eso sí con gran reverencia y lujo de detalles, satisfizo la curiosidad de la recién llegada, con la pequeña adición de que en los nombres de las discotecas incluyó las casas de prostitución y ella como la japonesa en Rusia, ignorante de lo que le decían, preguntó por la mejor: – «El Caney» hasta el amanecer- le respondió entusiasmado el mismo joven, en medio de la risa cómplice y burlona de todo el curso.

Tres semanas después el estudiante buscaba colegio para concluir su bachillerato. Había sido expulsado por la acusación de un docente que le echó los perros a la maestra y esta aceptó emocionada con la condición de que la llevara al Caney, eso sí, hasta el amanecer.

Repito, no defiendo al sujeto, aunque haya reconocido públicamente su error no lo hace menos culpable, pero me parece una exageración la reacción. Cuál dolor patrio, cuál moral. Reaccionemos sí, movilicemos masivamente las redes y los medios de comunicación pero por hechos relevantes que le sirvan al país y a la sociedad, por asuntos de reivindicación social, por temas de largo aliento, por una mejor Colombia, no por cosas transitorias, importantes, sí, pero no fundamentales.

Por: Miguel Salavarrieta Marín
Periodista, Comunicador Social
Exdirector de Cultura del Tolima

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