Recuerdos de una zona hermosa que todos podemos visitar.
“Por allá anda ‘Guacho’, te van a matar. Hay casas de ‘pique’. Ten cuidado con la fiebre amarilla. Yo no voy porque fijo me roban”, me dijo una amiga cuando le conté que iba al Chocó por unos días para el avistamiento de ballenas y disfrutar de esa región apartada y poco conocida de nuestro país.
Luego de una travesía normal de ocho horas, por tierra, desde Ibagué a Medellín, se vuela desde la capital de Antioquia, en aviones de la firma Satena, en un trayecto que dura 35 minutos y que salió a tiempo. Con algunas pequeñas turbulencias, les aconsejo, así me lo dijeron algunos lugareños, que aseguren cupo en el vuelo de la mañana, porque en el de la tarde, si cambian las condiciones climáticas, es muy difícil para los pilotos hacer la aproximación al aeropuerto José Celestino Mutis de Bahía Solano.
Dato curioso: de 30 personas que viajábamos en el avión, más de la mitad son extranjeros: holandeses, franceses y alemanes. Pareciera que estos destinos los aprecian más los foráneos que los propios colombianos.
Bahía Solano es un pueblo que se ha desarrollado mucho, en comparación de la primera vez que estuve (hace 25 años) con hoteles, restaurantes, locales comerciales y ferreterías, en su mayoría, propiedad de antioqueños. En la primera semana de agosto, disfrutaban de ferias y fiestas y había muestras de artesanías, comida típica, bailes y conciertos.
Mi destino: la playa Cocalito, a 15 minutos de Bahía, donde disfruté de los mejores atardeceres, la comida fresca, recién sacada del mar, y la atención de lugareños sencillos y cordiales, como don Modesto y su familia, que me alojaron durante varios días. Cuando pregunté dónde conseguía langostinos, de los grandes que pueden verse en el interior en una paella, me llevaron en la noche a cazar en unas quebradas de agua dulce y atrapamos varios, y un cangrejo, que al otro día degustamos en una salsa exquisita bañada en leche de coco.
Cerca de allí, se visitan las playas de Huina, Huaca y Mecana. En esta última, se puede ingresar por la boca del río del mismo nombre, dependiendo de la marea, y el turista se refresca en sus aguas frías y relajantes.
En Mecana también está el Jardín Botánico del Pacífico, una reserva de más de 160 hectáreas de selva donde se puede realizar senderismo y caminatas ecológicas de dos, cuatro y hasta seis horas de duración. También hay alojamiento.
Yo realicé la primera, en compañía de Antonio, un guía embera, y de Cristina, una señora de Suiza, antigua traductora y madre de tres hijos. Hay que ir provistos de botas de caucho y de un bastón o cayado porque fácilmente te hundes hasta las rodillas en el pantano Observamos especies de flora y fauna, nunca vistas; pájaros pequeños con un canto potente y hormigas negras, de dos centímetros de tamaño cuya picadura puede doler “hasta 18 horas”, según afirma el guía. En medio de la travesía, Antonio nos llevó a su casa y de allí salió una joven embera, hermosa, a la que no le gusta aparecer en fotos. En algunas partes, el bosque se recupera luego que hace varias décadas se le usara para la ganadería, según nos informan.
Y entre ires y venires, las ballenas jorobadas. Andan en grupos o familias, algunas con las crías, o madres en proceso de alumbramiento. Prefieren las cálidas aguas del Pacifico para que a los ballenatos les crezca una capa de grasa con la que puedan soportar el frío del Polo a donde regresarán para retornar el próximo año. Hasta noviembre se les puede ver en Bahía, en Nuquí, o la Ensenada de Utría, zona preservada y que es un parque nacional, llamada como “la sala cuna de las ballenas”.
Se puede contratar una lancha y con precaución, ir a buscarlas, para tomar fotos, videos y eternizar esos momentos donde queda patente la fragilidad del ser humano ante la fuerza de la naturaleza que encarna un animal de hasta 20 toneladas de peso y 15 metros de extensión. Los lugareños cuentan de osados que tras tener un encuentro cercano con las ballenas, saltan de la lancha y con careta, nadan junto a los cetáceos o incluso llegan a tocarlos.
Acá conviven paisas, afrodescendientes y raizales de la etnia embera katío. A estos últimos, en algunas partes, y despectivamente, se les llama ‘cholos’, algo que podría interpretarse como un racismo disimulado. Los morenos sí conservan mucho de sus tradiciones y raíces africanas, incluso los nombres con los que se denomina a algunas matronas como ‘Kunda’ o ‘Cututa’. Su música, gastronomía y don de gentes, también están en otro nivel.
Se cuentan historias de lanchas rápidas que van hacia Panamá, cargadas de coca. De droga que cae al mar y que es rescatada por pescadores que esperan un golpe de fortuna en una noche. De ejecuciones, de grupos armados en la selva, de playas calientes donde no arrima ni un bongo. No pude corroborar ninguna de esas historias. Lo cierto es que hay seguridad y patrullajes de la Armada y presencia de la Policía en el casco urbano.
En conclusión: no me salió Guacho (quien opera en Nariño, frontera con Ecuador); tampoco vi casas de pique (los medios dicen que operaban en Buenaventura); y menos me asaltaron o se apoderaron de mis pertenencias en una zona en la que todavía se hacen negocios a palabra.
Me hirieron, sí, los zancudos y animalitos que no faltan en esta zona de selva tropical. Tampoco me enfermé de fiebre amarilla (hay que ponerse la vacuna que tiene efectividad de 10 años) y regresé indemne a la tierra natal. Mentira, no regresé lo mismo: quedé con el corazón lacerado, que anhela volver algún día a esta tierra porque Colombia tiene dos costas, no solo la costa Atlántica, bella y acogedora, sino la Pacífica, otro mundo que hay que visitar, querer y preservar.
Texto, fotos y videos: Alexander Correa C.
Una opinión
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