“La ilusión de mi vida es amar no más; implorarte el consuelo, el calor y el ensueño que jamás pude hallar.” (Negrita: Garzón y Collazos).
La calurosa tarde de verano trajo consigo una noticia inesperada:
—¡Doña Olguita ha muerto!
El escritor, el mismo que en su momento se dedicó a viajar por la vida de doña Olguita a través de un relato fascinante contado por aquella mujer de mirada y voz enternecida por los años y a la cual no se le volvería a ver nunca más en esta tierra, caminó con parsimonia hasta su escritorio, sacó un viejo cuaderno de notas y comenzó a recordar aquella historia que le fue revelada con tanta dedicación y confianza.
La canícula estaba en su punto máximo al igual que en esos días en donde doña Olguita se sentaba en la terraza de su casa en Honda, Tolima, para contarle al escritor sobre su infancia y adolescencia, sobre los consejos de su madre y la manera cómo creció admirando el profundo amor, respeto y admiración que tanto su madre como sus hermanos y amigos le tenían al médico y farmaceuta don Arturo García, su padre.
—¡Llegaron las rosas, doña Olguita!
—¿Sabía usted que las rosas rojas eran las favoritas de mi mamá?
Un recuerdo llegó al instante a la memoria del escritor y automáticamente su mente voló a través del tiempo y el espacio para después escuchar con claridad las anécdotas sobre los juegos de infancia, las picardías, los momentos felices con sus hermanos, las idas de quienes se marchaban a la universidad o de viajes, las creencias, las fiestas, las celebraciones, el fallecimiento de sus seres queridos, los miedos, los grandes logros y triunfos y todo lo que esta mujer excepcional le confió cual si fuese él su testigo y confesor. Fue ahí en donde el hombre de las letras se descubrió con una sonrisa y a la vez con una lágrima que rodaba mejilla abajo hasta estrellarse con aquellas notas ya desteñidas.
El escritor recordó además el cariño que le obsequiaban las personas de la Ciudad de los Puentes a doña Olguita las veces que salieron a recorrer sus caminos para seguir adentrándose en su historia. Niños, adultos y ancianos, le abrazaban con cariño, como el hijo o la hija a su madre, como si volviesen a ver a la gran maestra llegar al salón de clases para comenzar la jornada con el calor característico de una tierra de gente agradecida.
Sin embargo, aunque el escritor se sentía admirado, sabía que no era para menos. Doña Olguita, no solo fue una hija, una madre y esposa de admirar, sino que, además, su amor, su trabajo arduo y dedicación por la educación y por las labores sociales de Honda, Tolima, le hacían merecedora de todo tipo de elogios y del cariño de sus pobladores.
Doña Olguita entregó alrededor de sesenta y cinco promociones, creó la sede nueva del colegio Nacional Femenino y hasta llegó a fundar el colegio Técnico Bilingüe, entre muchas otras obras benéficas. Fue, sin lugar a dudas una trabajadora incansable, de una calidad humana sin igual, siempre dispuesta a ayudar al que lo necesitara sin esperar nada a cambio, sin importarle su raza, su credo, ni su labor, ella siempre tenía los brazos abiertos y el corazón dispuesto para todo el que lo necesitara.
El sentimiento embargó por completo al hombre de las letras. Lamentaba no haberse podido despedir de doña Olguita, pero, sabía de lo inoportuna que era la muerte. Volvió a leer con desdén el mensaje:
—¡Doña Olguita ha muerto!
Se levantó del sillón, miró a través de la ventana. El sol en el país extranjero brillaba más que de costumbre. Una notificación de alerta roja anunciaba la peligrosidad del clima por la elevada temperatura. La mente del escritor seguía su curso sobre la Ciudad de los Puentes y sobre las tierras de polvaredas calientes que vieron nacer, crecer y ahora morir a la gran maestra. Entonces, cuando estaba a punto de dejarse llevar por la melancolía lo recordó; recordó que la muerte no es lo que todos piensan; recordó que durante su estancia en casa de doña Olguita lo hablaron infinidad de veces, ella no le tenía miedo al viaje eterno, por el contrario, se sentía plena y tranquila porque sabía que había hecho todo lo que se propuso, incluso, sacó el tiempo para recorrer el mundo y conocer todos esos lugares que le mostraba a sus estudiantes en los libros.
Sí, el hombre de las letras se sintió tranquilo, en paz, como cuando escuchaba los consejos de aquella mujer y estuvo seguro que doña Olga García de Silva, más conocida como doña Olguita, no moriría jamás, estaría siempre ahí, en cada corazón, en cada persona que le conoció, en cada rincón de la Ciudad de los Puentes y, sobre todo, estaría en aquella canción que don Arturo Silva le dedicase con todo su amor: Negrita, del dueto inmortal Garzón y Collazos y la cual, pensó el escritor, estarían tarareando para ese instante ellos dos, reunidos como en antaño, pero esta vez para siempre.
Por: Luis Carlos Rojas García, escritor.