
Serie de textos literarios y periodísticos para reflexionar en esta cuarentena.
El reloj marcaba las 5:47 p.m. del 18 de abril. Estaba en la sala de mi casa sentado en una silla plástica de color rojo, mientras que un barbero me cortaba mi cabello a domicilio, ya que por el aislamiento obligatorio no había servicio de locales que efectuaran esta labor. Con el barbero, de origen venezolano, discutíamos temas sociales de cómo afrontaban la pandemia sus compatriotas y llegamos a la conclusión de que muchos de ellos estaban regresando a su país a raíz de la situación económica, ya que muchos no tenían para comer. Mi celular timbró y en la pantalla apareció el nombre Jefe Óscar; le dije al barbero que se detuviera mientras contestaba la llamada, pues era importante. Me pidió que colaborara en la entrega de los “Kits por la vida”, como los denominó la Alcaldía de Ibagué; sin pensarlo dos veces, dije que sí y que, además, llevaría la cámara para apoyar a la empresa con el registro fotográfico. La llamada duró un poco más de nueve minutos, pues para mí es muy importante servir a la comunidad; por eso, no dudé en dar respuesta afirmativa y en determinar el punto de encuentro, la Comuna 7, a las 7:00 a.m.
Finalizó la llamada, pedí disculpas al barbero, continuamos con el corte y, al terminar rápido, quedé satisfecho con su trabajo, le pagué y adicional le ofrecí unos tapabocas y unos guantes para que se cuidara, pues necesita llevar el sustento a su hogar, pero, también, protegerse para seguir trabajando, pues es un trabajo de contacto directo con las personas. Ese día decidí que debía ir a descansar temprano, pues debía madrugar; además, el trabajo era duro e imaginé que había mucho por hacer.
Preparé las cosas que debía llevar: uniforme, elementos de protección como tapabocas N95, guantes de nitrilo 8 mm color azul, monogafas, cámara y muchas ganas que no pueden faltar al momento de ayudar a las personas más necesitadas.
Con una alarma alegre como me gusta para comenzar el día, desperté a las 6:00 a.m. del 19 de abril y rápidamente comencé a bañarme y vestirme para no llegar tarde a Lagos Club Comfatolima, punto de encuentro. Cuando estaba calentando la moto, me percaté de que la llanta trasera no tenía aire suficiente, así que me preocupé porque el lugar más cercano a mi casa para despinchar está en el barrio Picaleña, pero no importa. Las ganas de colaborar estaban intactas, así que me dirigí hasta allí.
Luego de caminar con la moto en la mano por cerca de 15 minutos, pude encontrar una persona que muy amablemente me atendió y, después de casi media hora, pudo repararla. Al finalizar, tomé rumbo por la Variante para llegar rápido al barrio El Salado, aunque ya muy preocupado, porque no llegaría a tiempo.
Pasé por el punto de encuentro, pero ninguno del grupo estaba allí, así que llegué al barrio Nazareth, donde entregaríamos los mercados, y me uní a un grupo de trabajo liderado por ‘Julito’, uno de mis supervisores de terreno, recibí instrucciones y comenzamos a llevar satisfacción a quienes esperaban con muchas ansias las ayudas del Gobierno.
La mañana transcurría y mi cámara ya quería capturar momentos maravillosos que no se viven todos los días; por eso, con una mano entregaba mercados y con la otra sostenía mi cámara para poder retratar las sonrisas de muchas personas que nos agradecían por llegar hasta sus hogares. Son momentos que marcan y que me llenan de felicidad, poder servir a quienes realmente necesitan una ayuda.
El sol estaba en su máximo esplendor y la temperatura llegaba a los 34 grados, pero las ganas seguían entre un grupo de valientes que colaboraban sin esperar algo a cambio y con la ayuda de todos se logró la tarea. Después de eso y bajo la sombra de un techo en el polideportivo del barrio, llegó el refrigerio, no sin antes capturar la foto del recuerdo.
Al llegar a mi casa solo quería descansar, así que dormí toda la tarde. Siendo las 8:15 p.m. me llamó el jefe Óscar para preguntarme si quería asistir el lunes 20 a las bodegas donde están almacenados los mercados para cargar la Turbo de la empresa y le respondí que sí me gustaría seguir colaborando, las veces que sean necesarias. Durante un poco más de tres minutos, aclaramos el punto de encuentro, las bodegas de Gradinsa, ahora propiedad de Mercacentro, y la hora de llegada. Me acosté a dormir, no sin antes ver mis programas favoritos de investigación que, como cada domingo, no pueden faltar en mi televisor.
El lunes llegó y con él todo cuidado seguía vigente en mi casa, pues cada día los casos de contagiados por el Covid-19 seguían en aumento. Preparé tapabocas, guantes y mi maleta con la cámara, que no puede faltar, pues a las 3:00 p.m. debía estar en el lugar.
En el lugar, varias dependencias de la Alcaldía cargaban en sus vehículos mercados para ser llevados a los barrios de la ciudad y nuestra misión era cargar la Turbo, para el martes entregarlos. La tarea fue rápida, por la cantidad de compañeros que habían llegado y con la ayuda de todos ordenamos los paquetes. Me fui a mi casa, porque al día siguiente debíamos retornar a nuestras labores en la empresa y ya no podía seguir entregando mercados, pues otro grupo estaría a cargo.
La semana trascurrió normal, pero algo me causaba curiosidad: todas las tardes, al llegar a mi casa, sentía mucha fiebre, pero me parecía casualidad por mi trabajo, ya que es bajo el sol, pero eso fue normal hasta el día 23 de abril, cuando leí la noticia de los trabajadores de Mercacentro que se contagiaron en uno de los supermercados y otros en las bodegas donde se almacenan los mercados.
Mis dudas aumentaron, por ello reporté al personal de salud ocupacional de la empresa que estuve en esas bodegas y que sentía fiebre, pero me dijeron que eso no era suficiente para determinar si tenía el virus, pues debía tener otros síntomas.
Los días pasaban y las labores continuaban, ahora con revisiones internas en las que a todos los compañeros nos parecía algo muy arriesgado, pues debíamos visitar diferentes predios en la ciudad para efectuar pruebas y verificar si el medidor de agua funcionaba de manera adecuada o, por el contrario, se detectaba una fuga en algún punto hidráulico de la vivienda, sin saber si en alguna casa estaba el virus y podíamos adquirirlo muy fácil. Nuestra misión es servir y, por tanto, seguíamos trabajando con todos los elementos de protección.
Era 2 de mayo y el punto de encuentro era el Éxito de la calle 80 a las 6:30 a.m., para tomar lectura en el ciclo 5 -el barrio Jardín y sus alrededores-. Me correspondió el barrio Jardín Santander, pero antes de eso me dirigí con un compañero llamado Rafael a desayunar y por esos días era muy complicado conseguir quien vendiera desayunos, tanto así que llegamos al barrio La Esmeralda, donde encontramos, por fortuna, unos buenos tamales tolimenses.
Estábamos desayunando en el corredor de una casa, pues no había permiso de que el restaurante atendiera en sus instalaciones, cuando mi supervisor me llamó al celular y me dijo que debía entregar mi trabajo a otros compañeros y que yo debía irme a la oficina con urgencia, así que ese día no trabajé. Me preocupé, porque no tenía idea del motivo de mi llamado, pero al llegar me informaron que era porque quienes estuvimos en la entrega de mercados debíamos someternos a un examen para detectar si alguno de nosotros estaba infectado.
El reloj marcaba las 9:00 a.m. y fue extraño para mí llenar ese formulario de la Secretaría de Salud: nunca pensé pasar por algo así, pues que un virus generado a miles de kilómetros de distancia estuviese posiblemente entre nosotros es difícil de creer, pero era mejor conocer el estado de salud de todos, pues no solo estaban en riesgo nuestras vidas, sino también la de otros compañeros, sin dejar a un lado nuestras familias y amigos.
Eran las 10:31 a.m. y seguía mi turno para ingresar al área dispuesta para tomar las muestras, me sentí como el protagonista de una de tantas películas que por el momento son las más vistas, ya que tratan de virus y pandemias que afectan al mundo.
No era casualidad sentirme así, pues el personal de salud estaba cubierto de pies a cabeza sin poder observar quiénes eran, ya que también estaba en riesgo su salud. Yo, cubierto con monogafas, tapabocas y guantes, me sentía como el conejillo de indias de la historia.
Al explicarme el procedimiento me quedé sentado en una silla, mientras miraba hacia el techo y me introducían un hisopo en mi nariz, que provocó gran dolor y fastidio, hasta sentir que sangraba, pero no fue así: era solo una sensación. Después me dijeron que abriera la boca, sacara la lengua y dijera ‘a’, me engañaron como a un niño porque cuando lo hice, me introdujeron el hisopo por la boca hasta sentir que vomitaba. Fue una sensación horrible, hasta pensé que los exámenes no me los hicieron bien por quejarme, pero, realmente, sí tomaron las muestras como debían.
Salí con mucha fe en que ninguno de nosotros estaba enfermo, pues todos sabíamos que estábamos haciendo un servicio social, no estábamos haciendo nada malo. Todos nos fuimos a descansar, porque el lunes retomábamos labores.
La semana inició y con ella nuestros compromisos, pero el grupo de compañeros ya se sentía más a la defensiva, pues sabían que habían tomado esas muestras a quienes entregamos mercados. Era normal y estábamos a la expectativa de los resultados.
El jueves siete de mayo, iniciaron los rumores de que a algunos compañeros ya los había llamado la Secretaría de Salud para darles el resultado, pero, como buen comunicador, hasta no conocer de una fuente confiable la versión, no es creíble.
Los rumores se hicieron realidad cuando uno de mis compañeros me comentó que era positivo. No podía creerlo: era difícil afrontar que el virus ya estaba entre nosotros. La noche llegó y no me llamaron, así que me sentía tranquilo, porque pensé que al no llamarme era negativo para el virus.
Esa noche muchos de mis compañeros estaban atemorizados y necesitaban un anuncio oficial para saber de qué manera trabajaríamos, porque los riesgos eran latentes y estaban a la vuelta de la esquina. La orden de gerencia llegó y fue muy clara, el viernes 8 de mayo no habría trabajo, hasta implementar nuevas medidas que garantizaran la seguridad de todos.
El viernes a las 7:00 a.m., desperté, encendí mi radio como cada mañana, escuchando noticias, y a la vez hacía el aseo en casa, hasta que mi celular timbró a las 8:59 a.m. Era un número desconocido. Contesté y él se identificó como el coordinador de Sivigila en el Tolima para darme el resultado de mi prueba. Me preguntó por mi estado de salud y rápidamente le comenté la fiebre que sentía y una inflamación en la entrepierna que, según mis consultas, eran ganglios. Efectivamente, el señor Faír me contó que era un mecanismo de defensa y que esos síntomas se debían a que mi cuerpo estaba luchando todos los días contra un virus, ya que salí positivo para Covid-19. Me brindaron los protocolos que debía seguir y me indicaron que durante el día me llamarían de la Secretaría de Salud.
La vida cambia en un segundo. No imaginé que tuviera ese virus, no sabía qué hacer, pero solo en mi casa tenía que afrontar la noticia con responsabilidad, para no preocupar a nadie y no entrar en pánico, pues eso podría afectar más mi salud. No sé si fue casualidad o es el instinto maternal, pero de repente recibí llamadas de mí mamá, y al responder, decidí que no era el momento de comentar nada. Me preguntó por la situación laboral, pues ya había visto las noticias sobre los contagiados en la empresa, así que le dije que estaba bien y que estaba a la espera de que me hicieran los exámenes.
Llamé a mi hermana, que vive en Ibagué, para que supiera los resultados. Confiaba en que tomaría la noticia con más calma, pero no me creía, pensaba que le estaba jugando una broma, así que le dije que era serio y que estaba a la espera de la llamada de la Secretaría de Salud para comenzar a identificar los contactos directos y fijar el cerco epidemiológico. Su llanto no se hizo esperar, por eso le dije que se alejara de mis sobrinos, para que no la vieran así, pues era difícil explicar a un niño que su tío estaba enfermo con algo que está acabando con la vida de muchas personas en el mundo.
Por fortuna no tuve contacto con mi familia en todo el tiempo de aislamiento obligatorio decretado por el presidente Iván Duque, para precisamente evitar cualquier riesgo de contagio, ya que por motivos de trabajo todo el tiempo estaba en la calle.
Mi celular timbró a las 11:32 a.m. y era otro número desconocido. Contesté y era Jenny, funcionaria de la Secretaría de la Salud, para confirmar mi resultado y hacerme unas preguntas sobre mis datos personales, personas que tuvieron contacto conmigo, números de teléfonos y demás información para iniciar la investigación.
Fue otro momento difícil, pues estuve en muchos lugares y con muchas personas por motivos laborales, aunque siempre tuve tapabocas, guantes y gafas, y evité el mayor contacto con las personas. Sin saber que poseía el virus me sentía amenazado, porque me podía contagiar.
Luego de pensar bien, pude mencionar algunas personas que compartieron conmigo los últimos días y ella me recomendó que debía hablar con esas personas, ya que tenían que guardar distancia y acatar todas las medidas de protección, porque se les tomará muestras por ser posibles portadores del virus.
Qué momento más incómodo. Debía comunicar esa noticia a quienes muy amablemente me brindaron un plato de comida y compartieron conmigo temas de estudio, charlas de trabajo o simplemente pasaron un rato agradable para dejar a un lado las dificultades económicas que muchos están pasando. Tomé valentía y llamé uno a uno a saber cómo estaban y conocer su estado de salud, pues era mejor que se cuidaran y cuidaran a sus seres queridos, afortunadamente todos estaban bien y la idea es que todo siguiera mejorando.
Faír, Jenny, Andrea, Marian, Angie, Felipe, Claudia C., Liliana, Juan N., Orlando, Tatiana, Carolina, Heidi, Yulieth, amigos y familiares me llaman o me escriben desde cuando me diagnosticaron y están pendientes, con monitoreo telefónico para saber mi estado de salud.
Hasta el momento mi mamá no sabe de mi enfermedad y muy probablemente se entere por estas letras que estoy plasmando, pero la idea es que entienda que debo estar solo y que debe tomar las cosas con calma, porque sé que puedo derrotar ese virus.
Paso mis días muy alegre en mi casa, con mucho entusiasmo por la vida, haciendo trabajos de la universidad, hablando con amigos, escuchando música y, de vez en cuando, viendo televisión, pues mantengo muy ocupado con todas las responsabilidades que debo cumplir, hasta siento que necesito más tiempo para hacer más cosas, porque mis metas están claras y todavía me falta mucho para llegar a ellas.
Rompí la barrera de los 100 contagiados en el Tolima. No es un dato menor, pero sigo en paz y tranquilo de que pronto acabará todo y que, muy seguramente, podré reunirme con mi familia, amigos y seres queridos en un tiempo muy cercano, y, aunque a veces tengo fiebre y dolores de cabeza, solo queda esperar la segunda muestra con su resultado.
Parece un sueño. Aún no sé dónde pude adquirir ese virus, pero es la realidad y en este momento es mi fuente de inspiración. Solo quiero que cuando tenga la oportunidad de salir a la calle, volveré más fuerte que antes para ser un ejemplo, porque la vida no tiene un precio: hay que vivirla al máximo, como si fuera el último día de nuestra existencia.
Por: Javier Amaya
Comunicador Social
Universidad Uniminuto, Ibagué.
*Si tienes textos, crónicas o notas literarias sobre esta pandemia puedes enviarlos al correo [email protected], y los publicaremos en nuestro medio.