Luis Carlos

Reportero de guerra

El Ejército bajó de sus vehículos fuertemente armado. Ahí me di cuenta que el asunto era complicado. Intenté preguntar qué estaba sucediendo, al fin y al cabo, para eso me habían enviado y, además, era mi día de prueba como enviado especial del gran diario El Nacional, mi primer día como reportero de guerra; no obstante, nadie me decía nada.

Comencé a sentirme inútil, como todo primíparo, pero, recordé las enseñanzas de mis maestros, así que respiré profundo y saqué fuerzas de donde no las tenía.

Alisté mi cámara y grabadora y busqué al Capitán Minkowski; sin embargo, el teniente Aumont, me dijo que el Capitán no me iba a atender en ese momento y nunca, que lo mejor que podía hacer era mantenerme en la retaguardia, que asignarían a un soldado para que me acompañara y que si las cosas se ponían difíciles corriera lo más rápido que pudiera sin mirar atrás.

Antes de que Aumont terminara de darme las explicaciones comenzó el tiroteo en la aldea. Todo era confusión, nunca había visto algo por el estilo. Los soldados se disparaban unos a otros. Parecía que estaban poseídos.

Yo estaba aturdido. Trababa de concentrarme, pero, me era imposible. Algunos soldados, los que llevaban puesto una especie de tapa oídos, disparaban al frente y gritaban que no los miraran a los ojos. El teniente Aumont se me acercó, las explosiones me habían dejado prácticamente sordo; me agarró por la camisa con ambas manos y luego procedió a ponerme el protector en las orejas.

Después me hizo señas para que corriera. Fue en ese instante cuando los vi, eran niños, los soldados les disparaban a los niños. Tomé mi cámara e intenté grabarlo todo, pero, Aumont me sujetó con violencia y gritó nuevamente que tenía que correr, que no era lo que yo estaba pensando.

Lo empujé con todas mis fuerzas y al caer al piso, el protector de sus orejas se soltó. El hombre comenzó a temblar, como si una entidad maligna lo poseyera. Luego sus ojos perdieron el brillo, de su boca salía babaza. Se puso en píe, tomó su arma, la puso en su cabeza y haló el gatillo.

A unos metros de nosotros estaba uno de los niños, sonreía con tanta maldad, no parecía que la situación lo alarmara. Antes de poder verlo a los ojos un soldado me agarró del maletín y me arrastró hasta ponerme en píe.

Corrí detrás de él y cuando estábamos lo suficientemente lejos del campo de guerra me miró con terror y dijo:

— Ce sont les enfants, ce sont les putains d’enfants!

Por: Luis Carlos Rojas García, escritor.

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