
Se acerca el tiempo frío, el tiempo en donde el día parece noche y la noche, bueno, la noche es más oscura que un mal pensamiento, no importa que afuera el blanco cubra todo el paisaje. Ya sabes, porque lo sabes, porque lo has visto y vivido, lo que eso produce en muchas personas y estás dispuesto a todo con tal de evitar caer en esas situaciones que terminan por volarle la cabeza a cualquiera.
Sin embargo, no es fácil soportar el cambio, menos cuando vienes de un lugar en donde todo el tiempo hay playa, brisa y mar. Un lugar en donde el sol te acompaña a toda hora, incluso en las noches te deja su calor para que lo recuerdes.
Comienzas a sudar frío, miras el reloj (18:30) tu jornada hasta ahora comienza. Ocho horas te esperan; ocho largas y tediosas horas en una fábrica enorme, que tiene forma de caja metálica, llena de máquinas por todo lado y de ruidos extraños que a veces parecen el lamento de las mil almas en el purgatorio de Dante.
Vuelves a mirar el reloj (18:45) el tiempo parece que no corre, que se detiene, que se ríe de ti porque sabe que estás cansado y que el efecto del energizante se ha terminado y no puedes, o mejor, no debes abusar de su consumo.
El supervisor, un hombre con aspecto de tigre fatigado, te mira y te hace señas para que muevas las manos; sonríes estúpidamente, no hablas su idioma y ni modo de refutarle algo; miras a tu compañero de al lado que, más que compañero parece un robot, diseñado y programado para hacer la misma acción una y otra vez y solo se detiene cuando suena la estruendosa alarma que indica que debes ir a la cafetería, no sin antes ponchar la entrada y la salida.
Otra vez el reloj (19:30) comienzas a sentir que te desesperas, que quieres salir corriendo, que quieres volver a estar frente al mar, mirar las gaviotas y al horizonte que se pierde entre el azul de las aguas y el cielo.
No sabes qué carajos estás haciendo en ese lugar; sí, te pagarán bien, al menos eso quieres creer, pero vuelven tu reflexión: ¿Bien para qué? ¿A caso cambiar vida por dólares es lo adecuado? Tu respiración se agita, llevas todo el día trabajando porque al igual que muchos de los que llegan al paraíso, has tenido que conseguir doble trabajo para poder darte la vida que te mereces o al menos eso es lo que quieres pensar, que te mereces estar aquí y luego, que mereces que todos piensen que te sacaste la lotería, por eso, no paras de publicar en tus redes tu maravillosa vida, siempre buscando el mejor perfil; al fin al cabo, has logrado el sueño, aunque hayas perdido el mismo.
Por fin, suena la alarma, vas a la cafetería, no sin antes ponchar en la misma máquina que ponchas todos los días a la entrada y la salida, esa máquina ubicada al lado de la puerta de ingreso de los empleados y sobre la misma, a un par de metros, la alarma de bomberos cuyo botón rojo, como la sangre, suena y brilla en determinado tiempo y con la cual el condicionamiento Pavloviano hace de ti el sujeto de prueba perfecto.
Miras el reloj (20:15) tienes quince minutos para ir al baño, comer algo rápido, revisar tu celular y luego, devuelta a la acción. Ponchas en la maquinita, regresas a tu puesto de trabajo y no puedes dejar de observar a tus compañeros, ubicados estratégicamente para que ninguno pueda hablar con el otro, solo concentrarse en su trabajo y producir lo que la empresa necesita.
Todo parece un juego, uno de esos que ves en las películas y en las series en donde la gente se convierte en máquinas para la producción. Entonces, tiemblas, vuelves a pensar en el mar, las gaviotas, en la comida, en la sonrisa de la gente, en las salidas, en todo, en absolutamente todo lo que dejaste y que, difícilmente podrás recuperar porque regresar ya no es una opción.
Miras el reloj, (21:45) en cuarenta y cinco minutos habrás completado cuatro horas de las ocho que debes trabajar. Además, tendrás un espacio de media hora para comer; media hora que será descontado de tu sueldo.
El supervisor se acerca y le pide a tu compañero que te diga en tu idioma que muevas las manos porque vas muy lento. Vuelves a poner tu cara de estúpido y balbuces un (désolé) mal pronunciado. El supervisor te mira con desprecio y se va a coquetear con una mujer de cabello rubio, enormes senos y un trasero de ensueño.
El cansancio comienza a apoderarse de ti ya que el elixir de tres dólares con noventa y nueve ha perdido su efecto y para completar, después de cenar te ha entrado un desaliento espantoso, sin dejar de lado que el frío te troza los huesos de apoco.
Miras una vez más el reloj y te prometes que no lo harás más (01:59) lo has logrado; por todos los diablos, lo has logrado; completaste las ocho horas y no puedes dejar de sonreír, sonríes para ti y solo para ti.
En menos de treinta segundos vas a mandar a todos en esa fábrica al demonio. No importa que tengas que regresar al día siguiente y quién sabe por cuánto tiempo más; lo importante es que hoy, justo hoy cuando sientes que todo te sabe a mierda, vas a poder salir y llegar a tu casa, abrazar a tu mujer, aunque ya esté dormida y tirarte a la cama para volverte a levantar a las cinco de la mañana porque debes estar en tu otro trabajo a las seis.
Pero eso no importa, hoy no es un día como cualquier otro, hoy simplemente quieres desaparecer, quieres llegar a tu casa para poder soñar con las aves del cielo, con el sonido de los buques de carga en la distancia, con el muelle y las olas haciéndole el amor a la arena.
Pasan los treinta segundos, miras la alarma, tus ojos se abren como los ojos de un niño que espera su regalo de navidad; la ansiedad te corrompe el alma, miras a tu alrededor, algo no está bien, tus compañeros siguen trabajando como si nada; quieres mirar el reloj, pero, te prometiste no hacerlo.
Esperas uno o dos minutos más, nada cambia, la alarma no suena, comienzas a salivar como los hicieran los perros de Pávlov en aquellos crueles tiempos. No aguantas más; miras el reloj y quedas totalmente frío, ensimismado, gélido, como si hubieses visto a la misma muerte en tus manos, como si la vida se te fuera en ese preciso instante.
No lo puedes creer, no entiendes ¡Qué carajos está pasando! Por absurdo que parezca el reloj marca la una y cinco minutos ¡La una y cinco minutos! Cuando hace menos de un minuto faltaban treinta segundos para las dos de la madrugada.
Un tic nervioso hace que tu cabeza se mueva sin control; entonces, lo ves, te está mirando, te mira fijamente, él sabe lo que te está pasando, no es una máquina después de todo; de hecho, es más humano de lo que puedes llegar a imaginar. Tu compañero rompe su silencio y en un descuido del supervisor se dirige a ti y te dice:
—¡No te preocupes compa! Es que hoy cambia la hora, en verano se adelanta y en invierno se atrasa un poco, es una estrategia para que aprovechemos la luz del sol. No pasada nada, es solo una horita más, una horita menos.
Por: Luis Carlos Rojas García, escritor.