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Imagen de referencia.

Pañuelos blancos como la nieve del paraíso

Luis Carlos Rojas García
Luis Carlos Rojas García

Naima miró por la ventana del avión que la llevaría a su nuevo hogar. Estaba nerviosa, hacía algo más de un año que su marido había llegado al paraíso y, según sus planes, ella se reuniría con él para comenzar una nueva vida; una vida sin bombas que caen en los techos de las casas; una vida sin guerras santas camufladas de divinidad; una vida sin muertos, sin construcciones que se derrumban por pedazos como si de pan duro y viejo se tratase; una vida sin el yugo de una religión atiborrada de prohibiciones y limitaciones que, a veces, ni sus mismos practicantes entienden.

El avión despegó y por la cabeza de Naima pasó una idea que le venía rondando desde que era prácticamente una niña: a su llegada y con su primer sueldo, compraría todos los pañuelos que le fuesen posibles; de hecho, su nuevo hogar tendría todo tipo de pañuelos que cuidaría como si fuesen un manto sagrado.

Así es, por absurdo que parezca, lo que es algo insignificante para muchos, es un verdadero tesoro para otros. Y en este caso, para Naima, un pañuelo era una verdadera reliquia, de esas que pocos pueden tener en su país en llamas.

Ya en el aíre, Naima sonrió después de muchos años en silencio y con el corazón palpitante. Lo había logrado. Había salido de aquel lugar que, aunque en ruinas, era su hogar, pero, no era un hogar bonito; era como esos hogares en donde el padre y la madre se agreden todo el tiempo y van creando todo tipo de tormentos en las mentes infantiles de sus hijos. Era un hogar lleno de dolor y sufrimiento, pero, al fin y al cabo, era su hogar.

Sin embargo, la sonrisa de Naima duró poco, ya que recordó que desde hacía algunos meses su esposo había cambiado radicalmente con ella. Al principio, y cuando por fortuna tenían la oportunidad de comunicarse, hablan de los planes, de comenzar de cero, pero, después de un tiempo, lo había notado totalmente cambiado, ya no hablan tanto y eso del futuro parecía una utopía.

No obstante, Naima pensó en otra cosa porque no quería hacerse ideas de esas raras que se hacen las mujeres de lugares como estos, siempre con el interés, siempre pensando mal, siempre haciendo lo que se les venga en gana, siempre confundiendo el concepto de libertad, siempre hablando de cosas que a veces no son más que modas impuestas.

Intentó entonces dormir, pero no pudo conciliar el sueño; estaba cansada, pero en su imagen se recreaban todas esas espantosas escenas que sabía, no volvería a ver jamás. No supo cuánto duró el vuelo, pero, le pareció una eternidad. Una vez bajó del avión su corazón trepidaba tan fuerte que sintió algo de pena al pensar que lo escucharían por todas partes.

Sus enormes ojos parecían dos faroles que se abrían y se cerraban buscando a su amado. Un día antes, Naima había enviado un mensaje a una familia, amiga de su esposo, para que le avisaran que llegaría. Tenía tantas ganas de verlo, de sentir sus brazos, de escuchar su voz.

Caminó por el largo pasillo, el silencioso pasillo, la milla verde, tranquila y parsimoniosa que ha recibido a miles y miles de inmigrantes que no saben a ciencia cierta qué les depara el destino en la tierra fría del norte. Caminó mil años y muchos más y cuando pasó migración se encontró sola y tan abandonada como muchos en este lugar.

No había ningún rostro conocido esperando por ella. No había un cartel escrito en su idioma, ni una cara amable sonriendo y haciendo señas para que se acercara. Naima no podía entender qué pasaba. Su cabeza daba vueltas. Miles de dudas la embargaban. Sintió unas espantosas ganas de llorar, pero se contuvo. Ya había vivido cosas peores, un retraso no la iba a desesperar.

Tres largas horas estuvo esperando hasta que un hombre y una mujer la abordaron. Le explicaron que eran los amigos de su esposo y que no lo habían podido lograr convencer para que la viniera a buscar.

Agarraron sus maletas, la condujeron hasta su casa y días después, la llevaron a una fundación que ayudaba a mujeres que habían perdido el apadrinamiento de sus maridos. La trasladaron a un albergue, le dieron de comer, le enseñaron una nueva lengua, le consiguieron un trabajo y hasta le dieron un nuevo nombre.

De su esposo nunca supo nada, solo que durante el curso de francización había conocido a una latina que lo había vuelto loco y que en medio de su fulgor de adolescente decidió irse con ella para no tener que darle explicaciones, para no tener que decirle que hacía parte de la vergonzosa estadística de inmigrantes que vienen a países como estos a separarse de sus parejas, de sus familias porque, sin lugar a dudas, se les sube el frío a la cabeza.

Madame Daniela, como se llama desde hace más de veinte años, me mira y sonríe, luego, saca de un pequeño cofre un pañuelo blanco y me cuenta que ese espantoso día, cuando sintió que las bombas eran un juego de niños comparado con lo que estaba viviendo, alguien se lo entregó para que secara sus lágrimas. Fue el primero de su extensa colección de pañuelos blancos como la nieve del paraíso.

Por: Luis Carlos Rojas García, escritor.

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