Una crónica sobre el abuso infantil en Ibagué, con el testimonio de una de sus víctimas.
Trece años tenía Néstor (nombre ficticio) cuando vio llegar al nuevo sacerdote de su comunidad. —Tenía unos treinta y pico o cuarenta años, mala caroso pero sonriente, de dientes amarillentos, flaco, alto y de voz gruesa—, describe Néstor al sacerdote que durante los dos años siguientes de su vida, se encargó de robarle la inocencia. El clérigo había llegado como un verdadero “enviado de Dios” a tomar las riendas de la parroquia, ya que el anterior sacerdote se convirtió en un serio problema para la comunidad.
Según Néstor, de un momento a otro el barrio se vio envuelto en numerosos escándalos y líos faldas con el joven sacerdote. —No había rincón en la iglesia que no hubiese sido testigo de las aventurillas sexuales del cura; las mujeres entre los quince y treinta años eran su especialidad. Se las tiraba a todas en esa iglesia—, comenta Néstor en medio de una sonora carcajada. La comunidad aguantó hasta donde más pudo aguantar, tapando aquí y allá, hasta que decidieron pedir el cambio de sacerdote.
—Con la llegada del nuevo párroco la cosa cambió—, me dice Néstor, —se acabaron los comentarios de las empleadas del cura sobre los rollos sexuales en la casa cural, se acabaron las coqueterías y manoseos a las catequistas. No se volvió a saber que detrás de la sacristía alguna muchacha o señora le hacía sexo oral al sacerdote y mucho menos que el cura estuviera utilizando la capilla o el confesionario de motel—, agrega.
La calma aparentemente retornó al barrio. Pero, según expresa Néstor, algo le parecía que no andaba bien. Ocurrió que en la misa del domingo siguiente a la llegada del sacerdote, Néstor y su madre acudieron a la iglesia. —Una misa como cualquier otra—, dice Néstor. Sin embargo, cuando joven Néstor, pasó a recibir la comunión y mientras oraba a su Dios, sintió unos dedos fríos que le rozaron los labios. Cuando abrió los ojos pudo notar que el sacerdote lo miraba de manera extraña. Al regresar a su casa, Néstor le quiso contar a su madre lo que había pasado, pero ésta, le reprendió diciendo que cómo se le ocurría afirmar semejante cochinada y le amenazó si se atrevía a inventar esa clase de historias contra ese hombre de Dios. —Los fuetazos de mi madre me dejaron las cosas claras—, afirma Néstor mientras mueve la cabeza en señal negativa.
Días más tarde y cuando Néstor atendía la humilde tienda de su madre, un lujoso vehículo se detuvo frente a la casa. —Sentí un miedo terrible y hasta me puse algo pálido al darme cuenta que era él—. El sacerdote bajó del carro y se quitó los anteojos oscuros que utilizaba cuando no estaba dando misa. —Fue como cuando uno sabe que algo malo va a pasar—. La mamá de Néstor salió a recibir con alabanzas al cura e inmediatamente lo invitó a seguir. —Le brillaron los ojos apenas me vio— me dice Néstor — Y ahí me pude dar cuenta para donde iba el agua al molino—, agrega. Cuando la mamá entró a la cocina para traerle algo de tomar al sacerdote, el hombre le estiró la mano en señal de saludo a Néstor. Las manos frías del sacerdote le congelaron las suyas y sus ojos se clavaron en los ojos de Néstor, —fue un momento aterrador, me miraba con deseo, como si me quisiera comer vivo, luego mi madre salió por fin; me pareció una eternidad y sólo hasta ese momento el cura me soltó de las manos—.
Lo siguiente que sucedió fue que el sacerdote le propuso a la mamá de Néstor que lo dejara ser uno de sus monaguillos. Néstor se negó rotundamente y su madre no estuvo muy contenta. Por un buen tiempo adjudicó la negación de su hijo como asunto del diablo. —Decía que se me había metido el diablo—, comenta Néstor. Lo que la mujer no sabía era que el diablo vestía de sotana y daba misa en la parroquia que quedaba a tres cuadras de su casa. A partir de ese día el sacerdote siguió frecuentando la tienda, —iba a la casa con cualquier excusa, a comprar cigarrillos, a tomar alguna gaseosa. Mi mamá estaba encantada, pero muy molesta por mi rebeldía. Las vecinas se pusieron celosas, pero al igual que mi madre, no desaprovechaban la oportunidad para que el cura les bendijera el agua, los animales, o les diera su bendición con las manos—.
Tiempo después, la situación económica en la casa de Néstor se puso complicada. El sacerdote entonces se ofreció a dar una ayuda a la familia. Néstor sólo tenía que pasar por la casa cural a recoger los mercados sin ningún compromiso. A regañadientes Néstor aceptó. —El día que fui a recoger el primero de muchos mercados, estuve sentado en la sala de espera unos quince minutos, cuando vi que uno de los muchachos que le ayudaban al cura se despedía de él con un beso en la boca. Se me aclararon todas las dudas. El tipo era marica y le gustaban los chinos—. Néstor hace una pausa y suspira en señal de asombro mientras mueve la cabeza en señal negativa, —el cura enrolló un billete y lo introdujo en el bolsillo de la camisa del muchacho. Me hizo señas para que esperara y luego volvió con una bolsa llena de mercado. Me la pasó y cuando tuve las manos ocupadas, me cogió la cara y me preguntó si sabía cuánto le gustaba. Me quedé frío, pero no quise demostrarle miedo, aunque estoy seguro que se me notaba. Me siguió acariciando la cara, me dijo todas las cochinadas que se imaginaba conmigo cuando yo pasaba a recibir la comunión. Luego me dijo que cuando quisiera podía ir, que él me iba a estar esperando. Se me acercó como queriendo darme un beso con esos dientes amarillentos y manchados por el cigarrillo, yo reaccioné a tiempo y me eché hacía atrás. Me dijo que no pasaba nada, que él no me iba a hacer nada que yo no quisiera, que no tuviera miedo. Me puso la mano en la cabeza y me sacudió el pelo, mientras me tocaba el paquete por encima del pantalón. Yo salí de ahí más asustado que quién sabe quién, me parecía que todo me daba vueltas. Llegué a la casa pero no le dije nada a mi mamá—. Néstor narra los hechos con tanta rapidez que apenas si puedo escribir parte de su testimonio. Se nota ligeramente afectado.
Néstor no le contó nada a nadie porque sabía que no le iban a creer; la comunidad entera estaba encantada con el párroco. Mas, porque los niños y muchachos del barrio lo querían mucho y se la pasaban todo el tiempo con él, sin contar todas las ayudas que recibían de su parte. En aquel entonces, el asunto de la pederastia no causaba tanto eco como ahora, así que era común ver a los sacerdotes rodeados de niños y jóvenes. Y, en cierta manera, los sacerdotes tenían más libertades y no corrían el riesgo de salir en alguna red social o ser denunciados.
El acoso por parte del sacerdote siguió durante los meses siguientes, —cada vez que iba a su casa hacía lo mismo, pero yo no accedía. Un día hasta me hizo ir hasta la cocina y salió a darme el mercado en pantaloncillos y me mostró como se le paraba cuando me veía. Yo salía corriendo despavorido—, expone Néstor. Sucedió entonces que un día cualquiera Néstor se encontró con un amigo de infancia y fue con éste, con quien se desahogó; su amigo entre tanto no tuvo reparo en decirle que no le diera mente a eso, que se animará, que besar o hacer el amor con un hombre era igual que hacerlo con una mujer, además que la vuelta era sacarle billete al cura.
El amigo de Néstor, pese a su corta edad, llevaba cierto tiempo saliendo con hombres, no porque fuera homosexual, sino porque había descubierto, según él, la fórmula mágica de hacer dinero. Su especialidad eran los peluqueros —Esos lo sueltan rápido, me decía mi amigo— comenta Néstor. Pero el verdadero negocio estaba con los gerentes de algunas empresas conocidas de Ibagué o con funcionarios de la misma ciudad o de otras partes y que el amigo de Néstor conocía porque se los presentaban. —Eran hombres que llevaban una doble vida, que tenían sus hogares pero que sentían la necesidad de salir con jóvenes e incluso con niños como nosotros, para dar rienda suelta a su imaginación, es que en ese entonces uno a los quince era un guambitico todavía, no como ahora que todo es diferente con los chinos—. Comenta Néstor mientras se rasca la cabeza.
Fue así como Néstor, después de tanta insistencia del sacerdote y animado por las palabras de su amigo, decidió arriesgarse e ir una noche a la casa cural. El sacerdote lo recibió con un par de tragos de whisky en las rocas. Después de embriagar a Néstor lo llevó a su alcoba, la misma que meses antes había sido testigo de las aventuras del joven sacerdote, y que para ese entonces, ya sabía de los secretos pederastas del nuevo párroco, quien acostumbraba a llevar a la mayoría de muchachos necesitados del barrio y les pagaba unos pesos para que lo hicieran sentir, lo que fuese que sintiera mientras se lo hacían.
Diez mil pesos me cuenta Néstor, fue el pago que recibió por complacer al pederasta que se transformaba por completo cuando bajaba las cortinas de sus ventanas. —Era una cosa aterradora el tipo, toda una mujer apasionada. Le pregunté que por qué lo hacía, que si no le tenía miedo a Dios. Entonces me respondió que Dios era bueno, y que perdonaba a todos. Luego me tapó la boca con sus dedos y siguió dándome placer oral. Yo me sentía asqueroso, pero veía los billetes en la mesa y pensaba que al menos al otro día tendría para llevar de comer a la casa—.
Néstor se queda en silencio, me mira y me advierte que no vaya a pensar que a él le gustan los hombres, —tan sólo fue algo que me pasó y por nada del mundo lo repetiría, usted me entiende—. Le respondo que pierda cuidado, que la vida es así y nos lleva a situaciones de todo tipo. Néstor me confiesa que después de ese día, visitó al cura un par de veces más, pero cuando comenzó a sentirse sucio y al darse cuenta que él no era el único, decidió parar.
Después de un tiempo las cosas estuvieron en calma para Néstor. El sacerdote no lo volvió a buscar. Su madre nunca le preguntó de dónde sacaba el dinero, lo recibía con gusto, como si de una u otra manera fuese cómplice. La comunidad entera comenzó a murmurar sobre las andanzas del cura. Sin embargo, nadie denunció nada, —el sacerdote era demasiado bueno—, me dice Néstor, —como para denunciarlo porque se acostaba con los hijos de más de uno—. Néstor naja la mirada y expresa: —le confieso que dentro de las cosas que más me duelen es haber perdido mi virginidad con ese asqueroso, pero bueno, eso ya no importa—.
La gente esperó pacientemente su traslado, era más que evidente que en la casa cural algo olía mal, aun así, no hubo reportes de nada, —hasta lloraron cuando se fue porque se había convertido en un verdadero ángel con sus ayudas divinas el hp ese—, dice Néstor con un ademan de desagrado mientras se lleva las manos a la mandíbula. —Perdí mi inocencia, esa es mi verdad y ya—, agrega.
Néstor hoy en día tiene 37 años, es casado, tiene una hermosa familia y un buen trabajo. Asiste a la iglesia a pesar de lo sucedido pero no comulga, dice que todavía recuerda el asunto de la comunión y le dan ganas de vomitar. Cada domingo va con su esposa a misa y hasta bautizó a sus hijos, —ya eso hace parte del pasado, estoy seguro que no todos los curas son así. Mi esposa no sabe nada y espero que nunca sepa, por eso le pido que sea discreto con lo que le cuento y con lo que va a escribir—, me dice Néstor antes de terminar la entrevista.
Cuando nos estamos despidiendo decido hacerle una última pregunta: — ¿Por qué no lo denunció? — Néstor me responde que era un niño asustado y confundido en aquel entonces, y que el sacerdote lo convenció de que ambos tenían la misma culpa e irían al infierno hasta que Dios los perdonara, pero que más culpa tenía Néstor por comportarse como una prostituta, —pensé que tenía razón, en cierta manera yo, y muchos de los muchachos que buscaban al cura lo hacíamos porque queríamos. Aunque ahora soy consciente de que me estaba manipulado—.
Néstor me confiesa que años más tarde cuando se enteró por casualidad que el sacerdote era profesor de un colegio, estuvo tentado en denunciarlo. Le siguió la pista por un tiempo; supo entonces que trabajó en varios colegios de la ciudad de Ibagué en donde seguramente hacía lo mismo con otros muchachos. Además fue párroco en distintas iglesias, pero su fama de pedófilo fue creciendo. —Los tiempos cambiaron y ya no pudo delinquir como lo hacía antes—, dice Néstor. Ya después no volvió a saber nada del sacerdote, conoció a su esposa y ya no quiso que eso se supiera hasta ahora que decidió romper su silencio en esta entrevista, no sin antes hacerme miles de recomendaciones.
Situaciones como estas son más comunes de lo que se piensa. No sólo sacerdotes hacen parte de esta red de prostitución infantil. Personajes reconocidos de distintos ámbitos, en donde se destacan los medios de comunicación como la televisión y la misma radio o el sector político e inclusive las empresas no tan reconocidas, les ofrecen a los jóvenes el cielo y la tierra con tal de que se atrevan a vender su cuerpo. Les meten ideas absurdas en la cabeza como la del perdón de los pecados o la del fin justica los medios, entre otras. Tal vez vale la pena preguntarnos qué hacemos para evitar esto.
De una u otra manera la ciudadanía se ha convertido en cómplice, para la muestra un botón: no hace mucho, un reconocido comerciante de la ciudad se paseaba con varios muchachos en su camioneta ante la mirada complaciente de más de uno. También conocí la historia de un político con seudónimo de departamento colombiano que tenía sus aventuras sin que nadie le dijera nada; al menos eso me dio a entender el “comunicador” que fue a pedirle una pauta hace un par de años ya que, según él, sabía por dónde entrarle para que aflojara el billete. Eso sin dejar de lado a esos padres de familia que venden a sus hijos al mejor postor o por una libra de arroz o a las Instituciones que con su silencio promueven la prostitución, o a los profesores que terminan metidos entre las piernas de sus estudiantes y muchas más historias que no tienen final.
Todos tenemos derecho a tener nuestra propia identidad sexual, pero cuando permitimos que personajes siniestros como el de esta historia hagan de las suyas con jóvenes como Néstor o con cualquier niña que cae en tan afiladas garras, estamos siendo cómplices de la barbarie y de la misma corrupción de esta sociedad que ha perdido su rumbo y que se escuda en su doble moral.
Por: Luis Carlos Rojas García.