“Todos nos volvemos locos alguna vez”
(Anthony Perkins. Psicosis 1960)
En las noticias anuncian que el número de muertos va en aumento, cuatro mil diarios en alguna parte, cinco mil en otra. —¡No salgan de sus casas, el enemigo invisible está al acecho! —Se escucha replicar una y otra vez en los medios. Te levantas de la cama con la cabeza llena de dudas y temores. Tu mujer te prepara un café y al probarlo descubres el sabor amargo en el mismo —¿Qué estará pasando? ¿A caso el amor se está extinguiendo? —Piensas mientras das otro sorbo y tu mala expresión te deja en evidencia frente a tu señora quien te lanza una mirada de culpa que no puedes con ella. Entonces, con un ademán de enojo, tu señora te hace señas para que la acompañes a la cocina; luego, señala la alacena y te indica, sin pronunciar una sola palabra, que la abras solo para que te des cuenta de algo aterrador: ¡El azúcar se ha terminado! A lo mejor el amor también, pero, el azúcar ahora es lo que realmente importa. Tu señora se cruza de brazos como diciendo —¿Y ahora qué? ¡Porque yo no pienso salir a la calle! Suspiras, ya sabes qué tienes que hacer.
Caminas despacio hasta tu habitación sintiendo que el nudo en tu garganta te asfixia; tomas una ducha rápida, te alistas, entras a la habitación de los niños, quieres decirles cuánto los amas, pero ellos están obnubilados en su universo electrónico, así que desistes de la idea. Cierras la puerta y regresas a la cocina, tu mujer te espera con lo que parece una lista de mercado, aunque lo dudas por un momento porque más parece un reclamo. Recibes el papel sin siquiera mirarlo. Agarras las bolsas para el mercado, las mismas que compraste dizque para ayudar a cuidar el medio ambiente; intentas despedirte de tu señora, pero ella, como si hubieses cometido el peor de los pecados, da media vuelta y desaparece en algún lugar de casa.
Te detienes frente a la puerta de salida, la duda te embarga: ¿Salir o no salir? ¡Esa es la cuestión! No quieres, pero debes hacerlo porque eres el hombre de la casa y para casos como estos ahí sí existe el papel del hombre, así que debes cumplir la función universal de traer el alimento al hogar, no importa que la sociedad te tilde de no hacer nada y de estar rascándote las bolas todo el tiempo. Respiras profundo y sales a la calle. Ya en el paradero del autobús comienzas a ver a la gente con sus máscaras al mejor estilo de esas películas de pandemias y fin del mundo. Hasta los perros llevan una máscara puesta. Intentas actuar normal, saludas, pero la gente no te responde, por el contrario, se retiran con violencia de tu lado. Eres una suerte de hombre invisible o peor aún, una especie de pringado. Comienzas a sudar frío, tienes toda esa información en la cabeza sobre cómo el virus mutila a la gente, cómo queman cuerpos en plena vía pública, sin olvidar a los que salieron a la calle y no se pudieron despedir de sus familias; todo te da vueltas, a lo lejos ves venir el autobús; tus ojos quieren salir de su órbita en la medida que el bus se acerca. Cuando al fin se detiene y la gente con sus máscaras sube al mismo, no tienes agallas para subir también. El conductor te mira con espanto y te hace una seña para que subas, pero el pánico te ataca y te echas a correr y mientras corres piensas que es lo mejor, tal vez así el virus no te alcanza.
Corres unas cuarenta cuadras hasta llegar al supermercado más cercano. Metros antes de llegar te detienes aterrado, hay una fila enorme. Distanciación social o distanciamiento inteligente, la misma pendejada adornada de manera diferente, recuerdas el concepto que escuchaste en los medios al ver el piso señalizado. La gente y sus máscaras, las miradas de desconfianza y miedo, no puedes creer en qué estabas pensando al salir a la calle, habían podido aguantar al menos dos años más sin azúcar que, a la final, es bien malo para la salud. Pero, ya no puedes hacer nada, además, debes cumplir con tu deber de hombre. Dos horas para entrar al lugar. Cuando por fin lo logras, en la puerta de la entrada, una mujer te aplica un líquido en tus manos y te dice que es obligatorio tomar un carrito. Lo agarras con desconfianza, caminas por los pasillos del lugar, la gente te ve y se regresa o cambia de carril, no sabes si es que ya estás infectado. Buscas con desespero la sección del azúcar, no la encuentras; de repente, en el cubículo de al lado, alguien estornuda, un silencio sepulcral se apodera de toda la gente del lugar, todo ocurre en cámara lenta, los cajeros, detrás de sus cristales, abren sus ojos aterrados, la gente que pensaba entrar se devuelve, el único que queda expuesto eres tú; recuerdas entonces que el virus ahora tiene la capacidad de volar con el viento; entonces, corres, corres desesperado en busca del azúcar, sientes que el virus va detrás de ti así que te mueves más rápido, sudas frío, sientes como la muerte te tose en el cuello y, cuando por fin encuentras la sección del azúcar y piensas que lo has logrado, te das cuenta que hay un letrero enorme que dice: “AGOTADO”.
Maldices una y otra vez, no puedes creer que tengas tan mala suerte. Tiemblas, sabes que no puedes regresar a casa sin el azúcar, eso sería toda una sentencia de muerte. Entonces, recapacitas y tratas de recordar las enseñanzas de los libros de autosuperación personal en donde dicen claramente que todo tiene solución ¡Por supuesto! Recuerdas la lista del mercado que te dio tu esposa. Llevas tu mano rápidamente al bolsillo, sacas la lista con violencia, sonríes, porque estás convencido de haber encontrado la solución. En tu angustia, dejas caer la lista, te agachas y al recogerla, te levantas lentamente al tiempo que tu sonrisa va desapareciendo y en su lugar, aparece una cara de espanto al leer la consigna en la pequeña hoja:
—¡Se nos acabó el papel higiénico!
Por: Luis Carlos Rojas García, escritor